- Yo tengo uno de la misma
colección.
Levanté la cabeza y me
encontré a mi amigo con un libro de arte africano que estaba cogiendo polvo en
una estantería.
- Si quieres llévatelo…
– No, tranquilo. Lo digo
porque yo tengo otro, pero de arte de los indios norteamericanos, que ya sabes
tú que me va el tema.
Traté de recordar cuándo fue
la última vez que alguien había abierto ese libro, pero no pude. Pero sí me
acordé que me lo compraron mis padres para ayudarme en un trabajo de COU. O sea,
que ya había llovido. Lo que no sé es cómo fue a parar a casa de mi abuela.
Allí estaba yo, intentando,
de momento en vano, cambiar la pila de su sonotone, esas pilas redondas que el
diablo ha inventado para que la gente se gane el infierno, maldiciendo la
dificultad de abrir esa tapita en aparatos como éste. Ella seguía tejiendo una
rosa de punto, ajena al mundo, porque el sonotone, en realidad, era el único
nexo que prácticamente le quedaba con el paisaje. Cambiaba el color, pero
cuando acaba una, empezaba otra. Las iba guardando en cajas metal, donde vienen
las galletas de canela y jengibre que nunca faltan en su casa. Quizás era en
los dos únicos placeres que ya le quedaban: sus galletas y sus rosas de punto.
– Abuela, ¿me dejas que te
haga una foto con el móvil?
Pero no me contestó, no
me oía. Seguramente no se habría dado en cuenta de mi acción. Pero no quise, me
dio la sensación de que hubiera sido robarle un trozo de su intimidad -la poca
que le quedaba-. Pero la escena lo hubiera merecido: ella sentada en su sillón
al lado de la ventana, junto a una pequeña mesa camilla con un adorno central
de una abuela tejiendo un cuadro en un bastidor. Me recordaba a esas pinturas
en las que el pintor pinta un cuadro de un pintor que pinta un cuadro, de un
pintor que…
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