Acepto con cierta ilusión la
invitación de una compañera de clase para ir a la fiesta familiar de su
cumpleaños. Ella, casi siempre tristona y
con cara sombría, sentía la experiencia de vivir en soledad. Por ello, entre
otras cosas, cuidaba mucho su vestimenta y su comportamiento al principio en
fiestas de este tipo, dado que la soledad en algún momento le hizo elegir los
brazos equivocados, pues, no siendo su pareja mala persona, a ella le tocó
conocer esa parte de él que le hacía daño. Sus amigos querían animarla pero no
podían. No encontraron la forma adecuada, pues siempre tenía como una barrera
en la puerta de casa: el pasado.
Desprenderse de las viejas rémoras:
esa sería su primera tarea, salir de aquel círculo, desde que tomó conciencia
de que si no suelta el pasado ¿con que mano iba a agarrar el futuro? Éste -pensó
ella- podría ser el momento adecuado y se hizo el propósito de no desanimarse tras
una caída, pues como dirijo alguien, nuestra mayor gloria no está en no caer
nunca sino en levantarnos cada vez que caemos.
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