Pasaron los años, muchos
años. Entre los 20 y 25 cada uno cogió su vuelo. Habían coincidido en la
escuela, en la calle, en los juegos, en el deporte y sobre todo cada uno había
coincidido en el interior del otro. Eran amigos, lo siguen siendo ahora ya jubilados
y lo seguirán siendo cuando el silencio reine en sus conversaciones.
Innumerable sueños y ratos
pasados juntos se recuerdan ahora, después de tres años sin verse, de tapa en
tapa por aquellos bares que frecuentaban de jóvenes. La candidez de sus
sonrisas sigue ocultando su infinitas fortalezas que siempre han compartido.
En una de las tascas donde se
detienen escuchan, sin pretenderlo, a dos amigos en la mesa de al lado que
comparten sus penas y fatigas.
Espontáneamente, como algo natural,
sin necesidad de pedirse permiso los unos a los otros, surge la conversación a
cuatro, compartiendo anécdotas y vivencias de noches de locura y desenfreno, de
algunos llantos y de incontables carcajadas.
No por llevarse muchos años
de experiencia unas amistades unas amistades tienen que ser más profundas que
otra. Curiosamente descubrieron la regla de oro en su amistad. Unos lazos, los
nuevos y los viejos. Y la libertad de quererlos, una manera de ampliar los
horizontes cercanos.
Al terminar no se despidieron,
no hizo falta. Ahora son cuatro. ¿Cuántos seremos dentro de 20 años? -comentó
uno de ellos-. Estén donde estén, en el silencio de la placidez o en el
bullicio de esta tasca de una tasca de barrio, seguirán disfrutando de las
amistades verdaderas. La amistad es autonomía compartida.
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