Contemplo en un canal de la TDT un reportaje sobre la contaminación. Es una de esas macrociudades chinas de varios millones de habitantes. Me deja perplejo la aceptación resignada de una polución que afecta directamente a su salud y que les está robando años de vida a ellos, a sus hijos, … a todos. Pero ahí siguen pasando ante mis ojos cientos –o miles- de personas, caminando por las atiborradas calles, la mayoría con sus mascarillas puestas –como si sirvieran de algo-, y el pardo horizonte de humo sobrevolando el perfil de los nuevos rascacielos. No sé si eso que llamamos “progreso” compensará los quebrantos de salud más inminentes.
Me pongo muy digno y resuelvo que esa dramática situación no podría darse aquí, que la opinión pública y los medios de comunicación, no permitirían que llegáramos a tanto. Para algo tenemos los resortes que te da la democracia, el equilibrio de poderes, las instituciones que salvaguardan los derechos y deberes de todos los ciudadanos.
Y de repente, reparo en la estupidez de mi reflexión. La capacidad de transigir de las personas es mucho mayor de lo que aparenta. Al menos lo es en las sociedades donde la Democracia es más formal que real. Es evidente que la República Popular China no es un régimen democrático y que por eso la sociedad china no ha articulado las herramientas que pongan coto a esos desmanes ecológicos.
Pero nosotros no estamos lejos. La corrupción es, en nuestro caso, la contaminación que corroe nuestra convivencia. Creemos que no mata, pero sí lo hace; lo hace tan en silencio como esa contaminación que enturbia las aguas y tiñe el aire. Es corrupción que se come las inversiones en Sanidad, nos roba camas en los hospitales, restringe los presupuestos de investigación, impide el mantenimiento en condiciones mínimamente salubres de nuestras clínicas, ambulatorios y hospitales.
Y sin saberlo, vamos también con la mascarilla puesta –cual mordaza- por la calle, ingenuamente satisfechos de una salud democrática sujeta con alfileres.
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