Eran momentos
difíciles. Momentos de guerra que los niños vivíamos algo a lo loco,
inconscientes . No había juguetes para
todos. Y la preocupación por la guerra iba creciendo. Cada día
veíamos más mujeres vestidas de negro, por haberse quedado viudas. Cartillas de
racionamiento y pocos alimentos. Pero a nosotros nada de eso nos hacía
esquivar los juegos en la calle y con pelotas de trapos mantener al día
nuestra liga de fútbol del barrio.
A veces jugábamos al peligro.
No era extraño encontrar en solares obuses sin estallar, bombas de mano y, a
veces restos, de cuerpos humanos. Hambre y frío lo pasábamos juntos niños
y mayores que muchas veces nos
consolábamos con una simple sopa de jengibre. Los niños y las niñas que nacimos en la cercanía de la guerra civil
y nos criamos en la década de los años 40 y 50 crecimos con una educación
rígida y severa, tanto en el hogar como en el colegio. Soportamos un ambiente
muy duro, observando la preocupación y el silencio de nuestros padres; la
realidad de una posguerra que se plasmaba con toda su crudeza en la abundancia
de niños huérfanos de padre y la presencia trágica de mujeres viudas vestidas
de severo luto. Pero en nuestras mentes infantiles todo ello, implementado con
la falta de alimentos y con las cartillas de racionamiento, no era motivo de
complejos ni depresiones. Incluso la propia escuela sólo tenía como
material una pizarra de juguete, propiedad de una de las alumnas.
Los niños nos adaptábamos a
todas estas dificultades, salíamos a jugar a la calle, entonces nuestra calle, allí desarrollábamos nuestra
inventiva, que suplía con creces las carencias y así llenábamos nuestras vidas
con una plena libertad de movimientos y travesuras. Nuestros padres, con tantas
preocupaciones que tenían, no eran conocedores de los peligros que sorteábamos,
casi al filo de lo imposible. No distinguíamos juegos por sexo. No habían
juguetes para niños y juguetes para niñas.
Nuestro lado silvestre se
plasmaba en ocasiones en luchas a pedrada limpia, bien entre nosotros o bien
contra otros chiquillos de barrios cercanos. Las visitas a nuestras casas eran
para comer los modestos manjares que nuestros padres nos proporcionaban con
tantos sacrificios; incluso las necesidades básicas corporales las
satisfacíamos en plena calle o escondidos en alguna ruina. El ambiente de
carencia también nos afectaba, sobre todo al observar a las personas mayores,
que soportaban hambre y frío junto a nosotros con la presencia constante de los
sabañones y de los nudillos de las manos, codos y rodillas.
La educación se basaba en el
castigo, tanto corporal como el de penarnos en el aula o en casa. Tuvimos un
plan de estudios desde Primaria hasta Bachillerato de siete años. Después un “Examen
de Estado” o Reválida en la Universidad, aunque pocos llegaban a esa meta. Las
niñas lo tenían más difícil pues generalmente estudiaban lo que se llamaba
Cultura General y lecciones de Hogar, que era su destino programado y que ellas
aceptaban resignadamente, en espera posterior a la llegada del “príncipe azul”.
Pasado el tiempo, los años,
las costumbres muchas cosas fueron superándose, como por ejemplo mi hermana,
que no habiendo podido estudiar en su edad juvenil, se licenció por la UNED en Filosofía
especializándose en Metafísica. Un día me confesó, mucho tiempo después, que su
sueño hubiera sido estudiar Alquimia -la
parte de la esotérica que permite cambios en las situaciones, aunque desde
siempre muchos se interesaban más en los cambios más profundos de su ser y por
evolucionar espiritualmente-. Son cambios que piden conciencia despierta,
disciplina, dedicación, paciencia y el firme compromiso de mejorar como
personas.
Pero aquellos tiempos
eran tiempos difíciles.