Desde pequeño miraba con
orgullo a su padre. Aunque contadas eran las veces que hablaba con él y ni se
acordaba la última vez que leyeron juntos al capitán trueno que jugaron al
parchís. Sin embargo, Ramón no dejaba pasar un día sin verlo y hablar un rato.
A las horas del telediario interrumpía el juego con sus amigos y mientras comía
un paquete de roscas, teniendo a su lado un bote de leche condensada para
untarlas observaba a su padre en la tele.
Sus amigos le miraban con
cierta envidia. Y le comentaban que viajando cómo lo harían su padres, podía
ver en vivo todo aquello que estudiaba en los libros; desde pequeñas plantas de
todas las especies hasta grandes animales, paisajes y ciudades o personas
importantes como Trump, el presidente ese de pelo de color zanahoria.
Enfrascado en esos pensamientos, Ramón no llegaba a entender las
cosas de las que hablaban sus amigos. Hablaban de chicos jugando a la pelota,
de perros corriendo, de abejas que de posaban sobre los árboles.
Pasaron los años y con el tiempo,
Ramón fue perdiendo el contacto con los que fueron sus amigos de internado.
Mientras, quizás, estos gozaban y disfrutaban del trabajo y de la vida en
general, Ramón seguía ante la tele mirando a su padre y no sabiendo que hacer
con aquellos 500 euros que, cada semana puntualmente, las 52 semanas del año, le
llegaban por transferencia desde la cuenta de un conocido banco.
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