jueves, 20 de septiembre de 2018

Dazy


Estaba loca. En cuanto llegábamos a la playa no hacía otra cosa que ponerse a gemir, como si la estuvieran matando, y a tirar de la correa. Aunque a esas horas no había prácticamente nadie, te veías obligado a soltarla para que no me confundieran con un maltratador. Me daba vergüenza pasar por lo que no soy y, al fin y al cabo, Dazy -que así se llamaba la perra, grande y desgarbada- siempre acababa volviendo, por muy incontrolable que pudiera parecer en esos momentos. Al principio me preocupaba, pero con el tiempo, me acostumbré a vagar solo por las dunas e incluso aprendí a disfrutar de esos ratos. Especialmente cuando había llovido por la noche y la arena estaba crujiente, salpicada por las gotas, o cuando las huellas de las gaviotas quedaban a la vista en la arena aun  humedecida por las olas.
Octubre se acercaba por el este con nubes de tormenta. Volví sobre mis pasos, jugando a pisar mis propias huellas. Cuando llegué a la vereda del camino busque a Dazy con la mirada. Ni rastro. Normal. Va a su rollo. A veces me pregunto quién es el dueño de quién. Decía Carlos Marx que la riqueza no consiste en poseer muchas propiedades sino de disponer del propio tiempo. Si es así, mi perra es la más rica del mundo. Correr, comer y dormir… y mirarme desde su manta en el rincón del salón. Miré a mi alrededor, pero en esa playa desierta solo se distinguía a lo lejos un velero, que corría a refugiarse en el puerto antes de que estallara la tormenta que se avecinaba.

Ya pensaba que iba a calarme hasta los huesos cuando apareció la perra, moviendo el rabo y con la lengua fuera. Venía acompañada de ese par de perros vagabundos que nunca terminan de acercarse ni se dejan tocar por ninguno de los humanos que frecuentamos la playa.

La libertad debe ser eso: no depender de nadie ni sucumbir a las tentaciones.




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