Estaba loca. En cuanto
llegábamos a la playa no hacía otra cosa que ponerse a gemir, como si la
estuvieran matando, y a tirar de la correa. Aunque a esas horas no había prácticamente
nadie, te veías obligado a soltarla para que no me confundieran con un
maltratador. Me daba vergüenza pasar por lo que no soy y, al fin y al cabo,
Dazy -que así se llamaba la perra, grande y desgarbada- siempre acababa
volviendo, por muy incontrolable que pudiera parecer en esos momentos. Al
principio me preocupaba, pero con el tiempo, me acostumbré a vagar solo por las
dunas e incluso aprendí a disfrutar de esos ratos. Especialmente cuando había
llovido por la noche y la arena estaba crujiente, salpicada por las gotas, o
cuando las huellas de las gaviotas quedaban a la vista en la arena aun humedecida por las olas.
Octubre se acercaba por el
este con nubes de tormenta. Volví sobre mis pasos, jugando a pisar mis propias
huellas. Cuando llegué a la vereda del camino busque a Dazy con la mirada. Ni
rastro. Normal. Va a su rollo. A veces me pregunto quién es el dueño de quién. Decía
Carlos Marx que la riqueza no consiste en poseer muchas propiedades sino de
disponer del propio tiempo. Si es así, mi perra es la más rica del mundo.
Correr, comer y dormir… y mirarme desde su manta en el rincón del salón. Miré a
mi alrededor, pero en esa playa desierta solo se distinguía a lo lejos un
velero, que corría a refugiarse en el puerto antes de que estallara la tormenta
que se avecinaba.
Ya pensaba que iba a calarme
hasta los huesos cuando apareció la perra, moviendo el rabo y con la lengua
fuera. Venía acompañada de ese par de perros vagabundos que nunca terminan de
acercarse ni se dejan tocar por ninguno de los humanos que frecuentamos la
playa.
La libertad debe ser eso: no
depender de nadie ni sucumbir a las tentaciones.
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