Sabía que si le encontraban
entre aquellas cuatro paredes le expulsarían, que su estancia en la abadía
podía darse por finalizada. Nadie que no tuviera permiso expreso de abad podía
estar entre aquellas cuatro paredes, las más misteriosas y vigiladas de aquel
viejo edificio templario. Pero la tentación era mayor. La posibilidad de tener
al alcance el secreto tan buscado tanto tiempo y por tantos se le había vuelto
irresistible.
Agazapado en el rincón más
oscuro del pasillo, esperó horas y horas hasta que las sombras de la noche
ocultaron del todo su presencia a los pocos monjes que, de tarde en tarde,
entraban o salían de aquella habitación, camino de la estrecha escalera que
unía la torre al resto del monasterio. La humedad le calaba los huesos y el
gélido viento que se levantaba en cuanto el sol desaparecía no hacían sino
reafirmar su voluntad de que aquella noche sería la definitiva. Se lo jugaba
todo: poseer la fórmula mágica o -si era sorprendido- despedirse
definitivamente de su anhelo.
No era un afán de riqueza, ni
siquiera de prestigio, era otra cosa. Era una curiosidad que anidaba en su
corazón desde que comenzó a tener uso de razón. Un afán que comenzó a fraguarse
el mismo día que ante sus ojos vio por sí mismo aquella maravilla que le
cautivó todos sus sentidos. Comprendió de pronto la diferencia entre la química
y la alquimia y cómo la magia de los ancianos se había ido perfeccionando paso
a paso, experimento a experimento, hasta dar con la fórmula genial.
Estaba temblando. ¿Cuántos
otros monjes -novicios o no- lo habrían intentado antes? ¿Qué había sido de
ellos? Prefirió no pensar. Tampoco tenía claro qué hacer una vez que el
poderoso secreto estuviera en su poder. Era ahora o nunca.
Lentamente se deslizó dentro
de la habitación. En la penumbra apenas podía distinguir la mesa sobre la que
aparentemente desordenadas se depositaban un sin fin de botellas, algún
almirez, algunas ollas, cucharas y cuchillos de diferentes tamaños. Más allá,
en una vieja chimenea, aun se apreciaban los restos de un fuego recientemente
apagado. Los rescoldos eran la única luz que iluminaba su entorno. Debía darse
prisa o, ni siquiera, podría hacer uso de esa ventaja.
Se incorporó por fin. Se
acercó hasta tener a mano los ingredientes que, cada uno por su parte, no
podían suponer sorpresa alguna, pero que, juntos y en las debidas proporciones,
daban paso a la maravilla, cuyo descubrimiento le había llevado hasta allí...
Y por fin lo entendió todo.
En su cabeza cobró cuerpo la fórmula maestra... las proporciones..., los
tiempos de cocción..., la decantación precisa..., la paciencia de la espera...
Y sonrío. Sonrió al
comprender la sencillez del secreto. El secreto del chocolate de los monjes de
Peñafría... uno de los mejores -si no el mejor- chocolate del mundo.
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