viernes, 28 de septiembre de 2018

Tiempos duros

Eran momentos difíciles.  Momentos de guerra que los niños vivíamos algo a lo loco, inconscientes . No había juguetes  para todos.  Y la preocupación por la guerra iba creciendo. Cada día veíamos más mujeres vestidas de negro, por haberse quedado viudas. Cartillas de racionamiento y pocos alimentos. Pero a nosotros nada de eso nos hacía esquivar los juegos en la calle y con pelotas de trapos  mantener al día nuestra liga de fútbol del barrio.

A veces jugábamos al peligro. No era extraño encontrar en solares obuses sin estallar, bombas de mano y, a veces restos, de cuerpos humanos. Hambre y frío lo pasábamos juntos niños y mayores  que muchas veces nos consolábamos con una simple sopa de jengibre. Los niños y las niñas  que nacimos en la cercanía de la guerra civil y nos criamos en la década de los años 40 y 50 crecimos con una educación rígida y severa, tanto en el hogar como en el colegio. Soportamos un ambiente muy duro, observando la preocupación y el silencio de nuestros padres; la realidad de una posguerra que se plasmaba con toda su crudeza en la abundancia de niños huérfanos de padre y la presencia trágica de mujeres viudas vestidas de severo luto. Pero en nuestras mentes infantiles todo ello, implementado con la falta de alimentos y con las cartillas de racionamiento, no era motivo de complejos ni depresiones. Incluso la propia escuela sólo tenía como material una pizarra de juguete, propiedad de una de las alumnas.

Los niños nos adaptábamos a todas estas dificultades, salíamos a jugar a la calle, entonces nuestra  calle,  allí desarrollábamos nuestra inventiva, que suplía con creces las carencias y así llenábamos nuestras vidas con una plena libertad de movimientos y travesuras. Nuestros padres, con tantas preocupaciones que tenían, no eran conocedores de los peligros que sorteábamos, casi al filo de lo imposible. No distinguíamos juegos por sexo. No habían juguetes para niños y juguetes para niñas.





Nuestro lado silvestre se plasmaba en ocasiones en luchas a pedrada limpia, bien entre nosotros o bien contra otros chiquillos de barrios cercanos. Las visitas a nuestras casas eran para comer los modestos manjares que nuestros padres nos proporcionaban con tantos sacrificios; incluso las necesidades básicas corporales las satisfacíamos en plena calle o escondidos en alguna ruina. El ambiente de carencia también nos afectaba, sobre todo al observar a las personas mayores, que soportaban hambre y frío junto a nosotros con la presencia constante de los sabañones y de los nudillos de las manos, codos y rodillas.

La educación se basaba en el castigo, tanto corporal como el de penarnos en el aula o en casa. Tuvimos un plan de estudios desde Primaria hasta Bachillerato de siete años. Después un “Examen de Estado” o Reválida en la Universidad, aunque pocos llegaban a esa meta. Las niñas lo tenían más difícil pues generalmente estudiaban lo que se llamaba Cultura General y lecciones de Hogar, que era su destino programado y que ellas aceptaban resignadamente, en espera posterior a la llegada del “príncipe azul”.

Pasado el tiempo, los años, las costumbres muchas cosas fueron superándose, como por ejemplo mi hermana, que no habiendo podido estudiar en su edad juvenil, se licenció por la UNED en Filosofía especializándose en Metafísica. Un día me confesó, mucho tiempo después, que su sueño hubiera sido estudiar  Alquimia -la parte de la esotérica que permite cambios en las situaciones, aunque desde siempre muchos se interesaban más en los cambios más profundos de su ser y por evolucionar espiritualmente-. Son cambios que piden conciencia despierta, disciplina, dedicación, paciencia y el firme compromiso de mejorar como personas.

Pero aquellos tiempos eran tiempos difíciles.

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