Allí había gente de todas las
edades y condiciones. Todo les unía y todo les separaba. Los había con arrugas,
pero no eran los únicos. Habían hecho alfombras de flores y los niños
correteaban por sus orillas. Había gente seria y también muchos amigos del cachondeo.
Resultaba curioso ver un círculo de gente formada por señores de la mezquita y
curas de la parroquia hablando entre ellos como hermanos. Los que frecuentaban
los burdeles y los que no dejaban la barra del bar ni para dormir la siesta.
Estuvimos también nosotros
que, por casualidad, pasábamos por allí. Fue un día memorable.
Los últimos en llegar fueron
para los niños y niñas, tanto de aquel barrio como de los circundantes. No
venían solos. El alcalde del pueblo les acompañaba. A una señal suya irrumpió
el silencio y dos niño -el de mayor y menor de edad- se acercaron al alcalde y,
recibiendo de él dos llaves, se dirigieron a la puerta que quedaría abierta
para todos los niños y menos niños que quisieran divertirse y convivir juntos,
aún pensando diferente entré ellos. Y desplegaron la gran pancarta que decía “NUESTRO
PARQUE, EL DE TODOS”.
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