Hacía tan solo tres semanas
que habíamos visitado Roma mi amigo Germán y yo. Él tenía dos tareas laborales
un poco diferentes pero complementarias. Era payaso y pintor. Tenía muchísimas
ganas de visitar Roma por ser la cuna de los Miguel Ángel, Da Vinci, etc. Por
eso, el día antes del viaje pasamos la tarde en casa leyendo y comentando el
libro" Los tesoros de Leonardo da Vinci", qué explican la época de
este artista ingeniero y analiza los temas dominantes de su vida y sus obras.
Lo leía y explicaba con tal devoción que iba subrayando aquello que no nos
podíamos perder. Lo hizo con tal cantidad de detalles que, al equivocarse en
alguna cosa, no quería dejar rayones en el libro y me pidió que saliera a la
librería cercana parar comprar una goma de borrar y utilizarla en esos fallos
de escritura.
Aquella noche ni tiempo para
salir a cenar tuvimos, pues el avión para Roma salía a las 6 de la mañana. Fue
lo que se dice una cena frugal: tres mandarinas verdes que quedaban en la
nevera de casa. Ya aprovecharemos mañana cenando pizzas italianas, nos dijimos.
Siete días en los que, cómo
es lógico, nos sobró tiempo también para conocernos mejor, nuestro
sentimientos, nuestros problemas, etc. Incluso me dijo, subrayándome el hecho
de que yo era el primero conocerlo, de su enamoramiento con Rosaura, a quién pensaba
comunicárselo en los primeras días de su llegada a España.
Al día siguiente de llegar a
nuestras casas de regreso, un mensaje de
su hermana me dejó sin habla y sin poder moverme: "Tu amigo Germán ha
muerto está en el tanatorio y el entierro es mañana a las 10". Solo hacía
dos días que habíamos regresado de nuestro viaje, dónde no solo nos habíamos
acercado a la cultura italiana a través de sus pintores, sino también a todos
los espectáculos circenses habidos y por haber.
¡Está muerto! Cómo es posible
si todavía no ha tenido tiempo de declararse a Rosaura! ¡Cómo es posible si
empezó a pagar la hipoteca de su casa hace siete meses! ¡Cómo es posible si
solo tiene 27 años!
Solté todo lo que estaba
haciendo. Pedí autorización a mi jefe. Y en 35 minutos estaba entrando al
tanatorio. No lo podía creer. Aquella cara que sobresalía en la cabecera de la
caja fúnebre era la de mi amigo Germán. No me cabía la menor duda. Su familia
me dejó entrar dentro. Le saludé dándole la mano. Estaba fría sí. Pero a mí me
dio la impresión que me apretó tres de mis dedos. Con esa impresión salí
cariacontecido. ¿Acaso estará vivo mi amigo Germán?
Cuando los de la funeraria
dejaron el féretro en la puerta del cementerio me lancé con otro grupo de
amigos para ser portador de la misma. Quería acompañar a mi amigo Germán en su
último viaje. Llevaba una figura de payaso de cristal que había comprado antes de salir de Madrid y se la coloqué en el centro
de la Caja fúnebre. Germán aparte de ser
muy expresivo sabía escuchar, hablando con sus sentimientos. Pensando en ello
al sentir la caja sobre mis hombros sentí también como un movimiento interior
dentro de la caja. Me quedé perplejo. ¿Estarás vivo mi amigo Germán?
A medida que avanzamos en
dirección hacia el nicho dónde lo iban a enterrar mi percepción del movimiento
de la caja por dentro era cada vez más fuerte. ¿Pero qué hacía? Daba un grito
diciendo ¡Germán está vivo! Y si no lo estaba, la que amaría conmigo su familia
.
Me arriesgué y al llegar al
nicho dónde lo iban a encerrar para
siempre alcé la voz, como si fuera un
pregonero: ¡Germán está vivo! ¡Le Siento moverse en la caja!. Todo el mundo
quedó paralizado y con la mirada puesta en dirección al féretro. Ya no se
escuchaba el lamento de su madre y sus hermanas. Yo no sabía qué hacer, si
quedarme allí y recibir los abrazos, felicitaciones y gratitud de la gente por
el descubrimiento hecho o marcharme corriendo a otro planeta, dado que parecía
que aquello solo era un juego. Los sepultureros que estaban por terminar pronto
su trabajo nos arrancaron el féretro para ponerlo dentro del nicho.
Y se oyó el grito de su madre: No, no. Entierren a mi
hijo A los vivos se les deja disfrutar de la Vida.
Poco a poco me fui yendo
hacia atrás hasta que logré llegar a la puerta del cementerio. Allí me paré y
miré al tumulto de gente que acompañaba a Germán en su aparente último viaje
cuando de repente oigo una exclamación: ¡Ohhhh!
Y de trasfondo la voz de una
mujer que, con la intensidad que podía darle un altavoz, gritaba: ¡Germán, hijo
mío!
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