Y me lo habían advertido:
calzado cómodo -ni apretado ni holgado-, la mochila con el peso bien
distribuido para llevar la columna estable, etapas suficientemente cortas y con
periodos de descanso frecuentes, no atiborrarse con comidas copiosas -aunque
nada va evitar que sucumbas alguna vez a la guala-, fruta frecuente y agua,
siempre el agua mano. A eso yo añadiría pomada para las ampollas, porque alguna
herida vas a tener tarde o temprano. El roce del zapato al caminar, algún
resbalón, que siempre ocurre… no sé, cualquier pequeño incidente que surja cuando
menos se espera.
Pero es la ilusión de todo
peregrino: hacer el camino, llegar a Santiago y, a ser posible, ver volar el
Botafumeiro dentro de la catedral, aunque para eso tienen que darse muchas coincidencias.
Para mí es un enigma la razón
de esos que prefieren meterse en el coche o viajar en tren y disfrazarse de
caminante para recorrer los últimos diez kilómetros hasta la casa del apóstol.
No digo yo que sea imprescindible el báculo, las sandalias, gorro con la vieira
plantada en la frente, ni el hábito pardo de monje, pero un poquito de actitud
nunca está de más, ¿no?
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