Ése es el título de una histórica
novela de Isaac Asimov -también de una película con temática relativamente
similar-, en la que el autor enunciaba las tres conocidas leyes de la robótica-,
según las cuales:
1.- Un robot no hará daño a
un ser humano o, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño.
2.- Un robot debe obedecer
las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en
conflicto con la 1ª ley.
3.- Un robot debe proteger su
propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con
la 1ª o la 2ª Ley.
Hasta ahí todo perfecto; perfecto si no fuera
porque esas leyes nunca se cumplen. Los “drones”, cuyo uso no ha hecho más que
empezar, ya han sido utilizados en acciones militares y, casi con toda
seguridad, habrán causado la muerte de alguna persona o algunas personas. Pero
no hace falta llegar a esos extremos para entender que la presencia de robots no
es inocua en la actividad cotidiana de la gente. Muchas veces para bien, pero
otras no tanto.
Muy recientemente, el Juzgado de lo Social nº 10 de Las Palmas de
Gran Canaria acaba de sentenciar la
improcedencia de un despido de una trabajadora, con una antigüedad de 13 años en
una empresa, que había perdido su trabajo al ser sustituida, sin más, por un
programa informático. El motivo: la productividad (hecho seguramente cierto)
como motivación fundamental para la decisión.
Pero este hecho ni es nuevo
ni, a veces, es tan evidente. Infinidad de puestos de trabajo se han perdido en
los últimos años en todas las industrias y servicios en las que ha irrumpido la
revolución tecnológica de las dos/tres últimas décadas.
Un robot -una máquina- no se
fatiga, no tiene una jornada laboral regulada, no reclama derechos sociales,
aumentos salariales… y cuando se vuelve obsoleta y sale del proceso productivo
por su obsolescencia, no reclama una pensión digna a costa de un estado, que ha
de recaudar los recursos necesarios para pagárselo.
Oponerse a esta transformación
es además inútil. Va en contra de la Historia y de la naturaleza humana. Pero,
tarde o temprano, habrá que encontrar mecanismos que aseguren condiciones
sociales satisfactorias para los desplazados (y todos somos susceptibles de
serlo…) actuales y futuros.
Ignoro si la solución es que “los
robots también paguen impuestos” (es decir, sus propietarios o empleadores).
Pero no estaría de más empezar a planteárselo.
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