Ya podemos respirar
aliviados. Ya podemos tocar la zambomba y el almirez. La crisis se ha ido
a dormir. Lo que no decían es si era una siesta o un sueño ab eternis. Habían
corrido ríos de tinta con nuestros dolores, pusieron todos los medios para que,
aunque aparecieran signos de debilidad, no nos dejaremos llevar por la noticia
de alguna estridente. Y por fin tocaron los tambores. Era oficial: la
crisis ha terminado.
Y nos echaron en cara nuestra
desconfianza, dieron por buenas las
políticas de ajuste y volvieron a dar cuerda al carrusel de la economía.
Eso sí, de la crisis ecológica, de la desigualdad existente, de la
imposibilidad de estar siempre en crecimiento permanente no se hablaba ni se
analizaba públicamente .
De la amenaza que estas
cuestiones traían sobre la humanidad, mejor no tocarlas. Permanece intacta pero
no se publica sobre dicha amenaza, nunca ha sido difundida, su origen es
difícil de descifrar, pero cuyos objetivos han sido claros y contundentes:
hacernos retroceder treinta años en derechos y en salarios.
Un buen día del año dos mil 2000
y tantos -no se sabe-, cuando los salarios se hayan abaratado hasta límites
tercermundistas, cuando el trabajo sea tan barato que deje de ser el factor
determinante del producto, cuando hayan arrodillado a todas las profesiones
para que sus haberes quepan en una nómina escuálida, cuando hayan amaestrado a
la juventud en el arte de trabajar casi gratis, cuando dispongan de una reserva
de millones de personas paradas dispuestas a ser polivalentes, desplazables y
amoldables, con tal de huir del infierno de la desesperación -como
analiza Juan José Millas-, entonces la crisis habrá terminado.
Un buen día del año, no se
sabe, cuando los alumnos se hacinen en las aulas y se haya conseguido expulsar
del sistema educativo a un 30% de los estudiantes sin dejar rastro visible de
la hazaña, cuando la salud se compre y no se ofrezca, cuando nuestro estado de
salud se parezca al de nuestra cuenta bancaria, cuando nos cobren por cada
servicio, por cada derecho, por cada prestación, cuando las pensiones sean
tardías y rácanas, cuando nos convenzan de que necesitamos seguros privados
para garantizar nuestras vidas, entonces y solo entonces… se nos dirá habrá
acabado la crisis.
Un buen día del año 2000 y
pico, cuando todos —excepto la cúpula puesta cuidadosamente a salvo en
cada sector— pisemos los charcos de la escasez o sintamos el aliento del miedo
en nuestra espalda, nos dirán que el final ha llegado cuando nos hayamos cansado
de confrontarnos unos con otros y se hayan roto todo.
Nunca en tan poco tiempo se
habrá conseguido tanto. En cinco años han reducido a cenizas derechos que
tardaron siglos en conquistarse y extenderse. Lo que conseguimos
socialmente tras la guerra se ha convertido en devastación brutal del paisaje
social.
De momento han dado marcha
atrás al reloj de la historia y le han ganado treinta años de tiempo para
proteger a sus intereses. Ahora quedan los últimos retoques al nuevo marco social:
un poco más de privatizaciones por aquí, un poco menos de gasto público por
allá y voilà: su obra estará concluida.
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