Desde su propia reflexión
personal evaluaba los primeros pasos en el mundo de la pintura como el
desarrollo de un mundo interior y exterior en todo lo que hacía. Se creía mejor
que el anterior expositor. No solo lo pensaba, sino que lo decía. En su línea
laboral reconoció la existencia de personas cuyo paso por su vida no solo
influyeron, sino que lo educaron en esas ideas.
Pasar unos días de descanso
en el pueblo natal, de donde había salido con solo ocho años, era como revivir
un aire nuevo que renovaba sus pulmones. Y en aquel mundo de pequeñas cosas
había algo que le infundía paz por todos los costados: las campanas de su
pueblo.
Y cuando a veces se
entretenía en oscuros pensamientos del pasado, aquellas campanas sonaban con su
propia melodía serena y suave, retornándolo al azul claro del cielo de su
pueblo que seguía siendo su motor. Se cargaba de energía hasta que, volviendo a
aparecer el estrés del día a día, regresara a su pueblo. Allí también, el
contacto con las personas con las había crecido, jugado y compartido le hacía
bajar al plano de igualdad con los demás que la vida le estaba pidiendo.
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