Había transcurrido quince días de
su vuelta del continente africano. Había ido por un mes y hacía seis que estaba
fuera. Ni padres, ni hermanos, ni amigos habían logrado sacarle una palaba de
su boca. Por puro azar aquella noche habían coincidido todos en el pequeño
jardín que rodeaba su casa. El, como siempre, sentado en su sillón de mimbre,
pasaba buen rato mirando hacia el cielo o paseaba su mirada por sus familiares,
pero como viéndoles lejos, y ellos, por su parte algo acostumbrados a dicha
situación, le miraban con frecuencia, sonrientes y esperando una palabra suya
que no llegaba.
Era noche de luna llena, y Ana,
la más pequeña de la familia dijo con toda espontaneidad: “Hoy en el colegio
hemos jugado a amarrar la Luna”. ¿Queeee?”, respondió Blas, con cara de asombro,
mirando hacia su sobrina. La niña, con ingenuidad total y frente al temblor y
respeto de su parentela continuó, con toda sencillez: “Sí, en una vela puse mi
nombre con una navaja y, después de escribirlo en una hoja de papel, pedí un
deseo, mirando fijamente la llama encendida, y tras mirar hacia el cielo, con
los ojos cerrados, durante un minuto hice que veía la Luna y luego en mi
imaginación vi como mi deseo se cumplía, y quemé el papel en la llama de la
vela”.
“¿Y se ha cumplido tu deseo? -le interrumpió
Blas. Su sobrina, con la sonrisa, llenándole la cara, le respondió: ”¡Sííííí, acabas
de hablar!”, mientas corría hacia el abrazándose los dos fuertemente, y los
demás saltaban llenos de contento. La luna ya estaba próxima.
-La luna
era propicia y el agua ya hervía en la marmita; empezó a echar los ingredientes
para el hechizo… -dijo Blas en voz alta-. Así con esta advocación comenzó a
contarles una de las etapas más importantes de la vida.
“Llegué
a Bisau y esa noche alquilé una cama en una tienda de campaña junto a una
parejita joven. Nos hablábamos por gestos y signos. Un pequeño colchón al lado
de ellos, era mi lugar de descanso al que accedí, sin ropa alguna, por
indicación de ellos que también se adornaban con su propia piel. Y en ese
momento una chica joven irrumpió en la cabaña. Ni ellos ni yo, por supuesto,
conocíamos su nombre. Oscilaba en sus pechos negros, como la noche, su amuleto
plateado y, saltando sobre nosotros o de sitio en sitio, como por arte de
magia, nos vimos caminando detrás de ella. Al cabo de cinco horas de camino y otras
tres en viejo furgón nos acercaron a la pequeña tribu donde nos recibieron con
abrazos y besos a ella y abrazos y pequeños golpes en todas las partes del cuerpo
a nosotros. Casi sin darnos cuenta nos vimos en el centro del círculo y
mientras iban dando vueltas iban saliendo gente hasta quedar la chica y yo con
tres hechiceros de la tribu. Todos, en silencio, esperaban la llegada de la
luna llena a la que recibieron con cánticos de alegría. Fue entonces cuando el
brujo decano cantó en 20 dialectos y dos idiomas (inglés y español), aquello de
“La luna era propicia y el agua ya hervía en la marmita; empezó a echar los
ingredientes para el hechizo”, y, mientras lo cantaba en español, echó en un
frasco las seis rosas diseminadas pétalo por pétalo, mientras su compañero
trituraba el diente de un animal y el tercero recogía saliva de la chica. Con
todo ello mezclado con aceite embarraron mi cuerpo. Annye, así era su nombre,
me vio bajar del barco, quedó enamorada de mí,
y encargó a los brujos del pueblo que hicieran un amarre de amor en luna llena
que le permitiera al menos tenerme con ella unos seis meses. Y miren si
funcionó la cosa que dos días después de haber embarcado en Guinea llegué aquí
como un “hechizado”. Ni sabía que alguien de la familia, como ha hecho Ana,
tuviera que manifestar un deseo para mi vuelta al mundo real. Eso sí, no
hablemos más del asunto ni de sus consecuencias, no me pregunten si me trataron
como un rey o me castigaron como un esclavo, no me hablen de Annye, ni para
bien ni para mal.
Comienza de nuevo la vida
normalizada de Blas y esta noche, desde la ventana de mi habitación,
visualizaré al caimán que pernoctaba en el río a tres metros de donde yo dormía
y a sus grandes fosas nasales que le permiten respirar bajo el agua echaré
todos mis recuerdos de aquel pueblo cuyo nombre si quedará dentro de mí.
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