Casi todos sus compañeros le dicen “la nube”. Algunos le
llaman el “mago”. Casi todos coinciden en que sus preocupaciones no son
similares a los jóvenes de su edad.
Cuando llega el verano le gusta salir solo de vacaciones.
Pero que nadie le busque en el sitio de destino que figura en su billete de
viaje. Hasta allí viaja en tren, pero nada más pisar tierra ni siquiera se
asoma a echar un vistazo en la Plaza Mayor. Con su pequeña mochila colgada de
uno de sus hombros y una brújula, como única orientación, se echa a andar hacia
los bosques cercanos.
Le gusta explorar los valles oscuros, los bosques nebulosos,
esos cuyas hojas están tan entrelazadas las unas con las de otros que aún
quedan por caer a tierra las gotas de las últimas lluvias del invierno.
La luna era para él otro país a donde su imaginación creativa
lo llevaba cada vez que encontraba un claro del bosque y se sentaba a
observarla. Y mirando, mirando con los ojos centrados en el universo ve muchas
lunas que crecen y decrecen, se llenan y se vacían, cambiándose de lugar y
escondiéndose de las estrellas.
Al cabo de un rato de contemplación una luna más nebulosa que
las otras desciende hacia la arena de la tierra e ilumina, con su mágica luz
aquellos bosques extraños por donde había pasado. Al tiempo que la luna baja a
su terreno, puesto en pie camina hacia su encuentro como quien esperara su
autobús para seguir su camino. Y así se siente él, vagando por el universo en
un carruaje que solo funciona en la noche.
Los átomos de aquella luna comienzan a dispersarse y
convirtiéndose en una pequeña lluvia permiten que baje de nuevo a la tierra en
una de sus gotas para volver a unir el día amanecido en medio de la noche que
va a ser su descanso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario