Lograste convencerme,
amigo Paco, y aquel domingo que pasé por tu casa, brindando al sol por un día
mi soltería -pues mi esposa estaba de viaje-, y me metiste en aquella barca,
con la intención de disfrutar de la pesca en un día soleado.
Recuerdo que al
volver a tu casa el mar ya se me quedaba lejos. Eran tantas las ganas de volver
que se me había olvidado. Tu paciencia echando la caña al mar una y otra vez me
hacía escuchar muchas voces silenciosas, como de amigos siempre presentes, en
el suave murmullo de las aguas que remaban la barca.
Con mi caña en
la mano casi estaba más atento a mi alrededor que sensible a la picada de un
pez. En aquella torre petrolera, con todo lo que me recordaba de contaminación,
vi el reflejo de aquellos hombres cansados en aquellas torres de acero frío, aunque
a mí me parecían coronadas de fusiles que disparaban a tierra,
Mi
caña seguía hundida en el mar mientras veía pasar otras llenas de pescadores.
Esos sí que tenían cara de ello, parecían volver de la vida, con sus canastos
llenos de peces, de los de verdad. Venían como hablando con el mar. Parecían
hortelanos de una huerta con sus cestos llenos de limones.
Tú,
con los párpados caídos, seguías centrado en tu caña. El mundo de cada día
había desaparecido de tu mente y el relax se asomaba en tus ojos. Mientras yo
pensaba qué distinta percepción de la vida teníamos cada uno. Tú, amigo Paco,
tan impaciente en la realidad de cada día, protestón ante todo, deprisa y
corriendo a cualquier sitio porque te parecía llegabas tarde, y en el mar, la
paciencia en persona, sin la más mínima crítica o desparpajo de mal sentido si
el pez no pinchaba. Con una paciencia infinita volvías y volvías a tirar de la
caña. Como si vieras la luz en aquel gesto, como si el canto de la gaviota, que
nos sobrevolaba fuera tu única escucha
Yo,
despellejando el horizonte, e interiormente protestando porque ningún pez me
picaba el anzuelo, tirando de la caña siempre vacía, y mi atención en otros
menesteres, deseando que el crepúsculo se pusiera para volver a la orilla y desentumecer
las piernas, era el vivo retrato de la impaciencia. Nadie me reconocería si me comparase
con la realidad de cada día donde la paciencia es una amiga permanente de mi
vida, tanto que a veces ni se me oye cuando hablo, de lo pausado, calmoso y mi
clásico tono bajo de voz.
Y
en silencio, volviendo a despellejar el horizonte gritaba furiosamente: Vámonos
ya que el mar está en llamas y el viento nos golpea.
De
regreso y llegando a la orilla de la playa, me mirabas sonriente mientras
adelantándote a mí me decías: Supongo esto ha sido para ti como un cuento
infernal, pero cuando camines en el campo, en medio de la arboleda o sorteando
las espigas no te olvides de dar un abrazo en tu mente a todos los que para
vivir han hecho el camino del mar y/o siguen sumergiéndose en su silencio
durante dos meses para regresar a sus casas a dejar el pan que cada día llega a
su casa gracias a los peces que llevan bajo el brazo.
Ya
en tierra nos dimos un gran abrazo. La cesta de Paco tenía media docena de
bellos peces, la mía estaba vacía. Eso sí, se me olvidó cubrirme los muslos y
había pescado una insolación en ellos. Varios días tardé en curarme mientras
agradecía aquella experiencia que me había hecho comprender la vida de una
gente que no quiero para mí.
Una
cosa es contemplar el horizonte y relajarse con el mismo. Otra diferente es
embarcarse en las bravas aguas y dejarse mecer por ellas. Al fin de cuentas,
esto último ha de ser un motivo de agradecimiento en mi vida. Gracias a que a
comienzos de este siglo mis abuelos se embarcaron en un buque mecedor en el
cual pudieron llegar a La Habana y hacer su vida, gracias a ello nació en
aquella tierra mi madre, y más tarde en esta donde vivo mis hermanos y yo.
La vida es también eso: olas
que van y que vienen, en medio de las cuales nos mecemos de aquí para allá y de
allá para acá.
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