Había regresado del
continente africano donde vivió cuarenta y cinco años. Tenía ochenta y dos, o
sea, se marchó a los ventisiete años, abierto a una vida nueva, pero dejando ya
muchas cosas atrás. Sin embargo, se tropezó con cosas, experiencias y
realidades que no se imaginaba. Nunca pensó iba a estar tanto tiempo seguido.
Volvió porque su hija, con cuarenta y cinco años, a quien no conocía, pues
nació pocos meses después de su marcha, había contraído una enfermedad mortal.
Al enterarse de ello se dijo a sí mismo: no puedo dejar que se vaya con los
espíritus del universo sin darle un beso. Había aprendido que las relaciones
personales con la familia en las tribus africanas donde vivió y trabajó son
algo esenciales, tal que cuando uno del pueblo envejece, lo tratan con más
mimo, le hacen una tienda de campaña nueva y con buena tela separada del
conjunto de los demás y todos los días recibe la visita del grupo de pequeños
de sus tribus que se acercaban a ver lo que hacía y como lo hacía, a escucharle
y aprender, pues de la sabiduría de los viejos va creciendo la novedad del
cambio social de los nuevos. Si lo había hecho con los que le acogieron, con
más razón con aquella en cuya vida era también como parte de la suya.
Cuarenta y cinco años con esa
experiencia viva tanto recibiendo de los ancianos en su edad más joven, como
aportándolo a los recién venidos cuando ya comenzó la etapa de su ancianidad.
No quiso, por tanto, dejar estas costumbres sin ponerlas en marcha en su pueblo
que le volvía a acoger. Y así todos los días, después de arreglar la pequeña
cabaña que le hicieron, según sus indicaciones, en la parte trasera de la finca
de su familia, y de estar al amanecer con su hija, salían a la plaza, y durante
una media hora larga jugaba al baloncesto con los chicos allí reunidos. Sentado
a descansar en uno de los recovecos de la plaza, los críos se le acercaban
preguntándole cosas que a él le daba ocasión para responderles con costumbres
comunitarias de las tribus africanas, así como contarles leyendas de aquel
continente que daban pie a actitudes de honestidad y hermandad con los demás.
Aquella noche que pasé en el
pueblo seguí de cerca el movimiento de los niños con el anciano, y escuché como
este, lleno de contento, le contaba a los chicos cómo había convencido a los de
su edad y cercanías a recuperar los aires musicales del pueblo en una pequeña
banda orquestal que ensayaría dos veces por semana y tocaría todos los sábados
a la salida de la misa del pueblo.
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