Casi que pasó por la
residencia sin que nadie lo notara. Se sentaba a tomar café por las tardes con
los amigos y allí siempre dejaba su firma. Alguna blasfemia que se soltaba, una
actitud injusta que le acusaban, sabía burlarse de los miedos de los demás,
presumía de ser un hombre de furia con una mujer de buenos muslos y que le
llevaba unos doce años. Nadie intuía lo que le gustaba estar cercano a un amigo
especial. Cuando se agrupaban unas veces se ponía por detrás suyo, en postura
especial que pudiera sentir el calor de su pantorrilla o el aliento de su boca
cuando su amigo volvía la cabeza hacia atrás buscando sitio. Saboreaba ese
instante dando vueltas a su imaginación en la que se veía, solo con su amigo,
disponibles a dormir en la misma cama y ambos sin conciliar el sueño. Se mordía
la lengua y se decía a sí mismo “que los demás no me pidan que hable y que
entretengan a la perrita que llevan, la más intuitiva de aquel portal”.
En eso que asomándose a la
ventana vio unas hogueras a orillas del mar. Su resplandor le pareció el signo
de que debía decirle a su amigo por qué se sentía resplandecer cuando estaba a
su lado. Buscándole lo apartó del grupo como quien señalando para otro sitio le
cuenta un secreto. Y escuchó a su amigo que le decía: “ahora no me pidas que
diga nada, tengo que morderme la lengua y haz tú lo mismo y acompáñame”. Sin
pensarlo siguió a su amigo que, dirigiéndose a su coche, lo puso en marcha
haciéndole señas que subiera. Y así, sin hablar una palabra, con gesto nervioso
pero seguros a la vez, entraron en la casa de su amigo, quien, al cerrar la
puerta, le dijo: “Ahora no te muerdas la lengua y dime lo que empezaste a decir
en voz baja”. Pero no le dejó terminar: “si sigo callado seré yo quien me muerda
la lengua, así que mejor hablemos a la vez “, al tiempo que se fundieron en un
abrazo de los que no acaban, donde no se habla y todo parece sellado. Ambos
tuvieron la sensación de que el tiempo se paraba y de que, de pronto, todo tuvo
sentido.