Dos palomas posadas en la barandilla del balcón de mi casa. Caminan una
detrás de otra. Ella y él –imagino-. Cuando él está a punto de alcanzarla, ella
revolotea y se aleja a poco más de un metro. Él, incansable vuelve a acercarse
y, de nuevo, ella se desplaza dos o tres palmos más allá. Llevan así, en ese
cortejo, más de media mañana. Me divierte observarlos.
No he podido evitar acordarme de mí cuando tenía dieciseis años.
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