Tiene risa de azafata,
solemos decir de aquellos personajes públicos que saludan enseñando los dientes
(sonriendo). No hace mal la azafata su sonrisa. Lo aprendió en su profesión y
lo ejerce. En principio, todos los que viajamos en el avión estamos en una
relación normal con ella que nos guía, que nos enseña, que nos trae lo que le
pedimos. Y sonriente.
No es lo mismo que la sonrisa
mecánica del político/a de turno aun siendo ministra de defensa. Es una risa de
las que se alquilan y se compran para salir al escenario a dar una mesa redonda
o al llegar de visita a un centro social. Debería haber sonrisas también a la
venta en los kioskos. Algunas veces nos la encontramos en pancartas callejeras.
Y como al afilador de cuchillos que aun pasa por nuestros barrios gritando sus
productos, suspiramos por aquel que ahora pueda vender sonrisas. ¡Risas, risas,
risas! Risas a dos céntimos para las viudas y los huérfanos, para los enfermos
y los de cara hinchada. Pero traspasada desde la humanidad. No la queremos del
que asesinó la alegría ajustándola a su escasa medida. Risas con y sin
cosquillas. Risas por la dignidad y la justicia. Risas contagiosas. De esas más
fáciles de contagiar que la justicia. Risas a tropel para que se rían también
los magistrados y fiscales que sin creerse lo que oyen hacen más de jueces de
línea que de árbitros de un partido. Risas de dentro para fuera. No basta solo
enseñar los dientes ni tampoco cuando se cospedalea.
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