Un paseo por los barrancos
que correteaba de pequeño en aquel pueblo de mis abuelos, me ha unido de nuevo
con la naturaleza y me ha hecho ver que lo vivido de pequeño vuelve a renacer
A la orilla del barranco
donde todavía corre el agua, recordaba los aguaceros en forma de trombas de
agua que se traían consigo las hojas caídas del ritmo otoñal, las cuales se
enroscaban en mis tobillos remangados mientras caminaba con los pies húmedos. Y
allí al final como si de un rito mágico se tratase seguía la vieja ermita con
sus piedras cargadas de musgo. Sus puertas cerradas no parecían conocer llave
alguna, salvo el resquicio de una puerta lateral que conducía al interior.
Ya no está en uso. Solo la
gente que, como nosotros, recordando, aparece de vez en cuando. Éramos niños y
en aquel tiempo casi el único sitio donde se compartían unas ideas, enseñanzas
o como queramos llamarle, aparte de las emisoras de siempre.
Éramos niños y aquella
capilla ya era antigua. En aquel tiempo y en el de ahora contemplarla traía a
nuestra mente aquellas manos pacientes, esos callos curtidos, ese sudor
antiguo, esa pasión por las piedras reunidas y sumadas en lo profundo del valle
de muchos hermanos constructores que se dieron por entero levantando el
escondido templo del bosque. La talla continúa. Desde hace tiempo somos
nosotros el cincel y el martillo, la roca y la melopea de pensamientos
positivos y constructivos que nuestros pueblos necesitan. Hay una tradición en
esa ermita, tanto en la etapa de construcción como en aquello para lo que fue
empleada de la que no podemos renegar en medio de esa inmensa alfombra de hojas
acalladas. Una tradición que nos recuerda que así como la piedra que bordea las
paredes de la ermita tuvo que ser pulida para formar armonía con las demás así
también hoy los que nos servimos de ella somos la realidad diaria que necesita
ser pulida para entrar en sintonía y armonía con los nuevos compromisos de
nuestro mundo. Nuevos testimonios, múltiples héroes de lo cotidiano, muchas
enseñanzas sin viejos ritos que en cualquier parte siguen dando lugar a una
nueva canción, una palabra actualizada, unos ideales reinventados y sin
doctrina…
Somos ese pasado, esa
tradición ardiente, esa fe entregada. Somos esa historia y damos gracias,
siempre gracias… Ahora podemos disfrutar de una letanía que memorizaron los
labios, de una pizarra que cobijó generaciones, de una ermita que sobrevivió a
todos los vientos. Estamos aun acarreando esas piedras sagradas, cincelando sus
esquinas, encalando sus paredes…, sobre todo agitando sus campanas. Somos esas
campanas ya durmientes, rendidas que antes inundaron el bosque con su llamada
poderosa.
La obra continúa, la llamada
nunca se acaba. Hemos vuelto para abrazar y agradecer al fiel árbol guardián,
para agitar esas campanas en lo profundo del valle, para subir a la torre
castigada y llamar sin distinción de credo, ni fe. Ahora nuestras campanas hablan
idiomas, son universales. Habitan en las nubes y no en los campanarios de las
plazas. Allende musgos y helechos, alcanzan otros valles y montañas, otros
corazones ya no importa la tradición, la nación, la raza… y, cuando un día
logran juntarse de una misma región alzan sus copas al aire brindando por la
igualdad.
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