¿Le gustaba estar solo? Más
bien, era un solitario. Salían las primeras horas del día y aún tenía encendida
la lámpara de su habitación. Solitario, sí; pero con miedo. Y sigue allí
todavía. Ya es mayor y no se ha enterado que la mañana se ha puesto a cantar y
nos está llamando a todos a vivir. Ha vivido ya en cuatro pueblos y en todos
ellos, dice él, ha intentado buscar un amigo con quien charlar, y nadie lo ha
aceptado. Por eso, lo da ya por imposible. Cuando ya no le queda otro remedio,
y con el tiempo contado, se levanta, se ducha, desayuna y llega a tiempo a la
parada de la guagua. Le conocen como el
“trasero”. Siempre se sienta en la parte
de atrás del autobús y la gente le mira, con el rabillo del ojo, y le ven como
si estuviera mirando para cada uno pasando lista. Y más o menos aciertan: desde
su asiento observa al resto de personas, una a una, preguntándose que estarían
pensando.
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