Hiciste muchas competiciones.
Digamos que ganaste siempre cada carrera. Al menos hablabas de una y de otras
con esa convicción. Tu sorpresa fue que no te daban la copa de la victoria y
calmabas tu sentimiento con el trago de tu propia saliva. Y mira por donde, eso
fue haciéndote inmune a todo. Ya no te preocupaba oír los aplausos de los demás
a tu paso. Te acostumbraste a las quejas, unas mejor expresadas que otras, y
todas las rebatías dándote la razón a ti mismo y queriendo enseñar al otro la
verdad de las cosas.
Y así ibas llegando poco a
poco al final de tus competiciones, con la sorpresa de que tu sombra, tu única
sombra, fue tu única y desleal competidora. Con el tiempo te recuerdo como un
fantasma errante que portaba unas manos que se abrían y se cerraban siempre
vacías.
Hacía tiempo que no te
veíamos y hoy, en una época de altas temperaturas, te hemos visto llegar con tu
ropa de invierno, enlutado, invitándonos a sentarnos en las piedras del
parterre para explicarnos, que no compartir, tus ideas. ¡Oh, tus ideas! No las
has cambiado. Viven ya en el mundo de la rutina. Vale más que te subas al
carromato nuevo que muchos de tus vecinos hemos hecho para dirigirnos cada día
a ese azul horizonte, donde no puedes poner tu humor y autónoma sabiduría. Allí
no valen, amigo, cenizas y polvillo.
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