Hay días que no está uno para nada, que la realidad te sobrepasa y
pareciera que el sinsentido se apodera de las cosas. Sientes que los
sentimientos –propios y ajenos- se imponen al sentido común, al análisis
ponderado de los datos. Las vías de diálogo se encallan, se enconan hasta
convertir el ambiente en un humo espeso, irrespirable. Una espiral que parece
no tener fin y que, de un modo u otro, sabes que afectará a miles de personas.
Hay días en que no está uno para nada; días en los que uno tiene la
sensación de que ya no puedes confiar en nadie –o en muy pocos-. Días en los
que tienes la certeza de la manipulación que priva en los medios de comunicación,
la banalidad de las redes sociales, la demagogia oculta en un aparentemente
inocente “twit” de 144 caracteres y se apoderan de los grandes conceptos.
Quizás, también pudieran ser cosas mías que me da por pensar que pienso.
Cuando tal me ocurre suelo refugiarme en viejas lecturas; una forma como
cualquier otra como pretender volver al origen, desandar el camino andado y
reiniciar (“reinicializar” dicen los informáticos), paso a paso, la senda,
buscando dónde estuvieron los errores, con la ingenua intención de no volver a
caer en ellos.
Hoy he vuelto a releer a Gabriel Celaya. No creo que haya sido por
casualidad.
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