Cansada de ser espectáculo para los
demás, cansada de estrenar traje cinco veces al día, cansada de aquellos ojos
aviesos de primera fila que cuando pasaba a su lado solo escuchaba palabras mal
sonantes, cansada de ir por la calle y ver cómo le dirigían silbidos, no
siempre placenteros. Cansada, también, de tener al espejo como compañero infatigable
de todos sus viajes y paseos fuera de la localidad. Cansada, harta y hasta el
gorro, de todo ellos se dijo a sí misma: Dejo este asqueroso mundo y me dedico
a otra cosa.
Decidida mentalmente no se atrevía a dar
paso. Analizaba su cuenta corriente, sus depósitos bancarios, la cantidad de
dinero que había acumulado con su trabajo de top-model y pensaba se lo gastaría
pronto y no podría vivir al estilo lujoso que hasta ahora sus ganancias se lo
permitían.
Una tarde -siempre que le preguntan el
motivo no sabe responder- estando de trabajo en Bilbao, salió del hotel vestida
de la forma más sencilla posible que nadie la reconocería. Su intención:
conocer barrios de la ciudad. Subió al metro y se montó en la primera línea que
llegaba bajándose, al azar, en la estación de Zabalburu. Al salir, un poco más
adelante, se encontró con la calle San Francisco que da nombre al barrio en cuestión:
el barrio San Francisco, con una calle donde hay todo tipo de moros, gitanas,
drogadictos; una especie de güetos de extranjeros donde cada cual campa por sus
anchas. Grafittis de todos los signos muestran a la cara la globalización de lo
subterráneo. Grafitis en las paredes escritos desde árabe hasta con el acento
sudamericano, encontrándose también con carteles que anunciaban un encuentro intercultural.
Entró para ver el espectáculo quedándose sorprendida, no solo de los que
actuaban, sino de los que lo dirigían. Y escuchó cómo aquello se había logrado gracias
a que algunas persona del mismo barrio o de sus alrededores, incluso del Bilbao
Viejo, en lugar de quedarse cómodamente en sus casas, giraban su mirada hacia lugares
más olvidados, gente que luego deciden organizarse y crear instituciones con el
fin de ayudar a desarrollar la calidad de vida de otras personas. Tentada a sacar
de su bolso unos 800 euros que llevaba y dejarlas allí par la continuación de
sus trabajos, le vino la intuición, al conocer en el escenario la persona que
dirigía el cotarro, qué mejor que dinero entregar su persona. Y así fue como
entre aquellas organizaciones conoció a una que realiza acciones encaminadas a
llevar la salud a la población y que se ha extendido más allá del barrio de San
Francisco llegando hasta lugares como Ghana, a donde, tres meses después de
conocerles, se incorporó al equipo que allí trabajaba con el fin de intentar
mejorar la vida a personas que han caído en el olvido más grande de la humanidad.
Lo mejor de este su cambio es que todos
los de la empresa espectáculo se enteraron de su ida del trabajo, pero nunca
nadie supo cuál había sido su destino. Años más tarde, por una de esas
casualidades, su rostro, como miembro integrante de una de aquellas
comunidades, salía en una revista africana titulada Mundo Negro. Un periodista
que logró encontrarla se cansó de seguirla y cuestionarla. Ella solo les dijo:
“Yo no soy la que ustedes dicen. Se equivocan. Conocí por casualidad a esa
mujer que siempre se miraba al espejo se veía a sí misma, y yo, sacando un
espejo con arañazos de su mochila, cuando me miro al espejo siempre veo a los
demás”.
Que se sepa, Isabella no se
ha arrepentido ni una sola vez de la decisión que tomó aquel día.
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