Se casaron en invierno. Era
el gusto de su madre y que todos los hijos habían complacido. Era ella quien
aportaba los invitados, gente del mundo de las tardes de copas y relaciones
sociales. Momentos más idóneos para sacar la ropa de lujo guardada en el
armario. Ella era la directora de la escena. Poco le importaba no tener arte ni
parte en las decisiones familiares que eran siempre cosa del hombre de la casa.
Esa fue la opción que le
dieron y gustosamente aceptó. Poco le importaba –al menos no mostraba interés
alguno- cómo les iba la vida de pareja a sus hijos. Su responsabilidad era esa:
hacer ver que las cosas funcionaban bien.
Y así fueron pasando los años
de su vida. Primero de cumpleaños en cumpleaños, de católica y ceremonial
comunión de cada hijo; de boda en boda después. De entierro en entierro a la
postre. Hasta dejó atado y bien atado los detalles del propio exactamente igual
que hiciera su madre, exactamente igual que se empeñó en educar a sus hijas
(que no a sus hijos) en la esperanza de que siguieran escrupulosamente las
tradiciones familiares.
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