Cuando salía de casa, a donde
quiera que fuese, incluso el super, iba con un libro de poemas en la mano. Como
la monjita que va por la calle con su inseparable rosario.
Cuando le preguntaban el por qué
de esas costumbres, solía responder cosas como estas: por si se hace de noche, por si surge ese viento seco y
frío que viene a rachas pero es muy fuerte, por si aparece con sus costumbres
violentas el tirano de turno, el policía que todavía usaba las porras, o el
villano del pueblo que aprovechaba las noches para abusar del más débil. ¿Y por
qué un libro de poemas para todo ello? Porque la poesía me ayuda a ser humana,
por si se hace de noche, porque en un poema puedo tener al mundo, por si se
levanta el cierzo, por si me encuentro algún amante, por si se pone a tiro el
tirano de turno y tengo que hacerme ver (yo, la invisible), porque la poesía me
ayuda a ver las cosas con ojos de niño, porque me ando preguntando últimamente
quién dice ser el dueño de esta barraca en la que nos subieron, porque la
poesía es como sentir al universo tocando música desde tu corazón, porque
quiero que sepa que tengo libre acceso a una voluntad libertaria y a una idea
fatal: la de que aquí cabemos todos.
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