Desde lejos veíamos a una mujer que corría. Aunque
tropezaba a veces seguía corriendo. Al hombro llevaba una pequeña mochila y en
sus brazos un niño pequeño.
Miraba para todos lados. Quizás quería detenerse,
parar y descansar. Pero no lograba encontrar ese sitio, esa pausa sosegada y
segura que las madres precisan. Un sitio donde el viento apacible jamás se
interpusiera entre su pecho y el labio de su hijo.
La vimos llegar con su cara de búsqueda. Pasó
cerca de nosotros. Vimos cómo buscaba por las calles, jardines y bajo los
tejados de las iglesias y por los caminos desnudos y carreteras llenas de
árboles buscaba un rincón. Y siguió corriendo.
En la orilla de un río cerca del mar veo una
barca vacía y de repente dos jóvenes que
se montan en ella y pienso:
- Podría irme con ellos. ¿Qué es lo que
perdería? Pierdo el cariño de unos vecinos que tienen el mismo problema que yo:
"buscar un sitio para dar de comer a su hijo; si nos quedamos aquí el
futuro lo tenemos claro -seguir buscando-. Si nos vamos igual tenemos la suerte
de encontrar pan para mi hijo”.
Y mientras el niño sollozaba débilmente, pasaban
las horas, los días, las semanas... colgado de la espalda de su madre, para quien
el peso ya se le estaba haciendo un poco duro.
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