Se había acostumbrado a
escucharse a sí misma. Y comenzó aburrirse de ese monólogo interminable.
Ante este sin sentido, aquel
día de marzo que hacía mucho frío, olvidándose de ponerse la chaqueta, cruzo
rápidamente en la calle, de una forma tan decidida y tan rápida que hasta un
coche estuve a punto de atropellarla.
Y probó a caminar descalza,
sintiendo el frío y el calor del suelo, la humedad de la hierba haciéndole
cosquillas y enterrar los pies en la arena mientras las olas subían y bajaban y también a sentir el dolor cuando se
le clavaban las piedras.
Y así descubrió que se podía
caminar por lugares donde no había aceras ni semáforos ni escaparates ni
relojes, y pensar que con un poco de fuerza podría incluso volar. Respiró,
escuchó música, y la alegría de la novedad -esa que es distinta a la tristeza
de la soledad- volvió de nuevo a su casa.
Y sintió que esa alegría
hablaba con la pena y le susurraba la experiencia tenida. Entendió que
necesitaba de las dos, caminando día tras día, con la mirada puesta en lo por
venir.
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