“No podemos hacer grandes
cosas, pero sí cosas pequeñas con un gran amor”. Es una de esas frases
lapidarias que tiene Teresa de Ávila.
Vivimos inmersos en una
sociedad en la que la importancia de una persona le viene dada por las “cosas
grandes” que hace.
Entre una acepción y la otra
hay diferencias, que ahora no voy a explicar evidentemente, porque no es este
el cometido que pretendo.
No sé si estaréis o no de
acuerdo conmigo, pero cuando hablo de hacer “cosas grandes”, estoy pensando en
algo que llama la atención por su enormidad física o su dificultad evidente,
por ejemplo, o en acciones que sobrepasan la capacidad normal de las personas.
Sí, mal que nos pese, el
dinero continúa siendo, desde que este se convirtió en elemento esencial para
conseguir bienes y servicios, en el referencial más claro a la hora de
calificar la importancia de personas, cosas y acciones. Ese es para muchos el
elemento que utilizan como vara de medir.
En segundo lugar, la grandeza
a una persona le vendría dada por el esfuerzo que ha tenido que hacer para
conseguir un logro o llegar a una meta. No me refiero solamente al esfuerzo
físico, sino a cualquier tipo este, como el intelectual concretamente.
Por último, se me ocurre
pensar que otro de los factores que nos influyen a la hora de calificar algo cuán
sería de grande el aplauso o la admiración que provoca en los demás lo que
alguien ha hecho o realizado. Quien sea aficionado al deporte lo tiene muy
claro a la hora de entender este tercer supuesto. Y también todas las personas
relacionadas con el mundo de la música, del cine y del espectáculo o del arte en
general.
Visto así, está
meridianamente claro que solamente pocas personas pueden hacer “cosas grandes”;
quedaría en manos de unos cuantos dotados, privilegiados, o aupados, pero nada
más.
Sin embargo, el poder hacer
“grandes cosas” (el epíteto delante), lo que Teresa denomina “cosas pequeñas”,
sí que está al alcance de cualquier persona independientemente de su condición
social, raza, credo, ideología, etc. Por la sencilla razón que todo hombre y
mujer lleva en su corazón el instrumento con el que se hacen “semejantes
cosas”, que no es otro que el amor y que está muy por encima del dinero.
Solamente me gustaría,
para finalizar, añadir una cosa: no estaría de más aderezar este amor con unas
cuantas dosis de humildad; lo convertirían en único y lo añadirían un grado de
cualidad insuperable.
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