Cuando iba a la escuela, nuestro director
siempre nos motivaba a leer y a escribir sobre nuestra tierra para llevarla
siempre anclada en la sangre y nos contaba historias que luego iba recogiendo
en algunos pequeños libros que a final de curso nos regalaba a modo de
memorándum. Recientemente volví a Lanzarote y escuche a unos niños preguntar qué
eran esas piedras preciosas en color verde que se incrustaban en
el malpaís, y su padre, indiferente, respondió una barbaridad que al niño no
contentó. Fue entonces cuando me vino a la cabeza la historia de la
Olivina.
Hace muchos años, cuando la tierra de Lanzarote aun estaba caliente por el fuego de
los volcanes, los campesinos hacían vida a la orilla del mar buscando el zócalo
de los acantilados y la brisa del mar.
Y era de todos conocidos que las mejores
cabras las tenía Tomás el viejo, que vivía más
allá de las Playas de Papagayo, en el
macizo de Puerto Mulas. En verano su nieta Olivina, una adolescente de
piel morena tostada al sol y de ojos verdes, pasaba con él los días para
ayudarle a ordeñar al ganado y en las tareas de la casa. La niña era bastante
despistada, pero lo suplía con un especial encanto que maravillaba a su viejo
abuelo.
Todas las mañanas Tomás salía por la vereda
del risco y llevaba a sus cabras a pastar a los lugares más recónditos para que
se criaran fuertes y sanas. Pero uno de esos días el sol de la isla pudo con el
hombre y llegó a casa antes de lo previsto con una fuerte insolación.
Olivina cuidó de él mientras mejoraba.
A pesar de lo mal que se encontraba Tomás el Viejo,
las cabras debían seguir pastando o si no también enfermarían por las altas
temperatura. Tomás, en otras circunstancia no habría permitido que Olivina
saliera de casa con las rumiantes, pero no quedaban más opciones. Así que
advirtió a su nieta: “queda en tu mano cuidar a las cabras, no permitas que le
pase nada a ninguna”. Dicho esto, Olivina se preparó e hizo el mismo recorrido
que su abuelo hacía cada día.
Durante el camino, Olivina se entretuvo
buscando flores para llevárselas a su abuelo y también en encontrar otros y
mejores llanos para que pastaran los animales. Ahora bien, sus descuidos con
los animales no trajo ninguna consecuencia, pero cuando llegó el momento de la
bajada, con el recuento, echó en falta a una de las cabras. De pronto la vio
subida en un desfiladero de rocas sin poder moverse.
Apresuró el paso tentando la caída varias
veces y agarró una de las patas del animal, pero este se asustó y cayó por el
precipicio. Olivina estaba totalmente paralizada,
pero sabía que debía correr a guiar al resto de las cabras.
Cuando llegó a la orilla del mar se puso a
llorar desconsoladamente lágrimas verdes. Lágrimas verdes que el mar recogía en forma
de gotas que no se diluían en el agua salada. La estampa fue
presenciada por un grupo de gaviotas que eran guardianes del cielo de la diosa Timanfaya.
Aturdidas por el sufrimiento de la niña descendieron de los cielos para coger
en su pico las pequeñas lágrimas. Con las lágrimas en los picos, Timanfaya las
hizo llamar y les pidió que sepultaran en las piedras volcánicas esas
lágrimas verdes que eran sinónimo de dolor.
La magia ocurrió cuando piedra y lágrima se
unieron formando
lo que hoy conocemos como Olivina, que
no es otra cosa que la mezcla de la tierra y ser humano.
(Tomada del blog https://sobrecanarias.com/2009/09/07/la-leyenda-de-la-olivina-en-lanzarote/)
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