Toda mi vida he sido un apasionado de la información política. Me viene de
familia. Mi padre era de esos que compraba un periódico por la mañana y otro
por la tarde (el ABC y el Diario Pueblo, por cierto). En la actualidad, se hubiera dejado las pestañas ante la pantalla de un ordenador,
saltando de una web a otra, hasta repasarse un montón de ediciones digitales.
Y yo, en gran medida, he mantenido suficientemente alto el pabellón
familiar, no sé si con tanta ilusión, pero sí con la intención de mantenerme
informado, para que nadie me diera gato por liebre.
Tampoco es cuestión de pecar de ingenuo. Cada medio de comunicación se
mueve en la dirección del viento que mece su vela –y su vela es su negocio-. Así
lo ha sido siempre y lo será. Recordemos que ha habido guerras (la de Cuba, por
ejemplo) urdidas y potenciadas desde las editoriales y las primeras páginas de
la prensa del momento.
Intuíamos que a determinados directores de influyentes medios de comunicación (los Indas y los Marhuendas de turno) les pierde la tentación de meter mano en política, pero no solamente por lo que
dicen y escriben en sus publicaciones, si no por lo que callan y prefieren no
contar sobre otros. No deja de ser ésta una forma más de manipular la verdad,
de condicionar así la opinión de sus seguidores.
Y yo, humilde lector con vocación de “persona bien informada”, acabo ya
cazando moscas, preguntándome si, para proteger mi salud mental, debería reducir
esas dosis de información radioactiva que conscientemente intenta –y consigue-
manipular mi opinión sobre hechos y personajes, hasta el punto de que, a la
postre, ya da todo igual (ocho que ochenta…), porque me convierte de hecho en
otro analfabeto funcional, incapaz de interpretar correctamente la realidad que me rodea.
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