No habían sido
invitados. Pero se les abrieron las puertas. Pensaron: “Vale más tenerlos como
amigos que como enemigos”. Ellos miraron a su alrededor, mejor dicho,
acecharon, como parecía ser su costumbre. Aquellos extraños, vestidos como si
de lata fuera el traje, se sentaron casi encima del fuego. Sus muslos parecían
congelados. Si vienen de los países del frío como es que el agua del mar les
hiela de esta manera. Todos les miramos con astucia. Han sido invitados, pero
se les tiene más que respeto. Escuchan los discursos de bienvenida sin
inmutarse. Tienen fama de serios y furibundos. Pero se comportaron con
normalidad. Bebieron cerveza y les dimos más para su viaje de regreso. Nuestras
rocas cerraban el mar y vivíamos protegidos de las olas. No les gustó nuestra
forma de estancia, la fachada de nuestro edificio. Nosotros lo arreglaremos,
dijeron. Sabemos ponernos de acuerdo con la tierra más que con sus habitantes.
Cinco de ellos se acercaron a las murallas, y con el zarpazo del espadón de
cada uno rompieron en un santiamén aquellas piedras. Rápidamente ocho de ellos,
debidamente preparados, con sus hombros y espaldas las echaron sobre el océano
mientras dos de ellos esculpieron las rocas de los extremos dejando la figura y
estilismo de su pueblo: los vikingos. Desde ese día las dos rocas nos protegen
de los oleajes y nos permiten vivir junto al mar. Y los vikingos fueron
declarados amigos de honor de nuestro pueblo.
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