De jóvenes, cuando
estudiaban en la universidad, Amelia fue invitada en varias ocasiones por Ramón
a la casa finca que su abuelo tenía a unos 40 kilómetros de la capital de donde
se surtía a la residencia universitaria de tomates, pepinos y cebollas. Hoy, después
de muchos años que volvía a Tinganápolis, recordaba, con una pícara sonrisa,
las impertinencias y exabruptos que, a su regreso a la universidad, después de
dos noches fuera, le dirigían sus compañeras.
Ramón, por su parte, lo
primero que hizo al llegar a la casa palacio de su abuelo fue llamar al Alcalá
de los Azhules para que, desde allí y con su nombre, le hicieran llegar a
Amelia, hospedada en el modesto hotel Balduino, un ramo de flores con una
tarjeta que decía: “Cuando todo termine, deseo que me envíes rosas blancas
donde quiera que esté. Mientras espero ese instante, que presumo cercano, te
las enviaré yo a ti, siempre con un beso. Ramón”.
Con esta pantomima,
Ramón, más intrépido y un tanto más creído que antes, quería hacerle ver a
Amelia cómo dejaba los grandes lujos para irse con ella a una vieja casa, pero
no por eso menos ostentosa, de Tinganapolis.
Esperando pasar la noche
con ella, en la tardecita, y después de haberle preparado la mejor mansión de
la casa, quiso ir a buscarla, para mostrarle su interés. Pero ella,
acostumbrada a sus estrategias, le había tomado la delantera y cuando Ramón en
su gran coche estaba saliendo de la mansión, vio cómo en un modesto taxi
llegaba ella.
Fue ella la que, como
actora, se podía haber ganado el Óscar,
la primera que se bajó del coche y corriendo hacia Ramón le llenó de abrazos.
Todo transcurría según lo previsto por los dos. Cenaron en el salón de arriba,
donde se podía ver el cielo estrellado y el resplandor de la luna. Y asomados
al balcón, sin notar cómo transcurría el tiempo, ambos, en silencio, pasaban de
contemplar el maravilloso espectáculo de la Sierra Nevada a los cristalinos
ojos de uno y de otra que, con frecuencia, se encontraban, como dos afluentes
que desembocan en el mismo río.
Ni que decir tiene que
aquella noche ningún empleado durmió en la casa mansión y hasta el mismo
abuelo, que a sus noventa años conservaba vivo el romancero español, pues se
despidió de ellos con el brindis de comienzo de la cena, se había ido a dormir
en un hotel de la ciudad. Aquella noche ya estaba preñada por todos. En aquella
parte del universo la noche era solo propiedad de los suspiros, susurros y
arrullos de Amelia y Ramón.
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