Se había
dedicado a la tarea social. Más bien se podría decir que se había entregado de
lleno. Iba dentro de su sintonía vital: a los demás los sentía parte esencial
de su vida. Era de las que pensaba: Cuanto más libre sea el otro, más libertad tendré
yo. Cuánto más integrado en la sociedad esté aquel que logra sobrevivir aún sin
trabajo, más tranquilidad social viviría ella también.
Sabía que no le bastaba la buena intención, que
para ello necesitaba formarse. Y en un esfuerzo logró sacar al mismo tiempo la
graduación como trabajadora social y como animadora socio-cultural. Desde ahí
comenzó a hacerse presente en las plataformas sociales de integración de los
más débiles. Y pronto descubrió que, si bien no podía hacer suyo personal los
problemas que día a día le traían muchas personas, para poderlas atender bien,
no le bastaba verlas como simples usuarios. Cada uno de los que tenía delante
era unas personas con su nombre y apellidos, con su historia personal. Por eso
cuando se reunía con sus compañeros de trabajo no hablaba de “los usuarios “,
sino que comentaba “Pedro y Andrea, …los hijos de Juan Ramón”. Era una forma
externa de expresar que también hace falta amor y delicadeza con cada persona.
Y eso no era fácil. Todo trabajo que lleve consigo el trato con personas
implica, más que la solución de unos papeles o la venta de un objeto, el
atender a cada persona como se merece. De ahí que en su barrio fuera a comprar
a la frutería que le quedaba un poquitín más lejos. Allí el dependiente la
saludaba, le sonreía, la llamaba por su nombre. En la otra la chica encargada,
con el ceño fruncido, solo miraba a la máquina, bien de pesar, bien de calcular
la suma. Era feliz viendo que al trabajar para los otros estaba también amando
a los demás.
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