Hace tiempo que con ambos me une una fuerte amistad. No eran unos
pipiolos cuando se enamoraron. Llevan juntos sobre los treinta años. Ramón
trabajaba fuera de la isla, y un verano se conocieron. Un año no más duró él en
la capital del país. Tenía un buen trabajo, y lo dejó por ella. Podía haber sido
al revés: ella dejar la isla, donde no tenía trabajo, y establecerse en Madrid.
Pero la gran ciudad no era para ella. Así que Ramón dejó su trabajo, su círculo
de amistades -entre las que me cuento- y volvió a su isla con Raquel, su amada.
Los veranos siguientes frecuentábamos el trato. Todo parecía indicar que
caminaban en sobresaliente. El año pasado noté triste a Ramón y distante a
Raquel. Cuando me llevó al aeropuerto de regreso yo a la península me dijo que,
con la experiencia adquirida, hoy no se hubiera casado. Ni tiempo nos dio a
hablar del tema pues fue llegando al aeropuerto. Por teléfono me puso más o
menos al corriente. Intuía primero y descubrió más tarde que Raquel hacía migas
muy íntimas con un compañero de trabajo. Y era yo el primero en saberlo.
Le molestaba que otros se enterasen, pero de alguna forma tenía que
desahogarse. El miedo a hacer el ridículo en el entorno social en que se movía
no solo laboral sino socialmente, pues presidía una asociación de tipo cultural
muy respetada en la ciudad, le paralizaba para decidir. Y además el seguía
enamorado y tragaba. Intenté hacerle ver que dado que las relaciones
internamente habían naufragado lo mejor era vivir cada uno su vida sin depender
para nada del otro. No terminaba de decidirse.
Hace
unos días, de paso por la isla por motivos familiares, quedé con Ramón para
cenar. Un grupo reducido celebraban un cumpleaños. Con mezcla de todas las
edades no se les distinguía aunque se escuchaba la algarabía. Amén de que
nosotros dos estábamos centrados en la toma de decisiones que Ramón evitaba.
Pero aquella noche el miedo al ridículo tenía ya marcado su destino final. La
vida a veces parece una broma, y en este caso una broma pesada. Cuando ya tarde
no cabían más cubitos en la mesa del fondo y nosotros habíamos pedido la cuenta,
una pareja entró en el restaurant con intención de sentarse en una mesa. Cuando
llegaron a nuestra altura frenaron en seco y se oyó una voz femenina con un: “Uy
perdón, nos hemos confundido”. Permanecí descompuesto con una sonrisa rota
desdibujada en la faz. El instante fue como para sudar la camiseta. Me levanté
a pagar la cena y salir a la calle tras Ramón que en voz alta y riéndose decía
por toda la plaza: “¡Uy perdón!, nos hemos confundido”. Permanecí descompuesto
con una sonrisa rota desdibujada en la faz, mientras Ramón, con su brazo sobre
mi hombro, sin saber si llorar o reír me preguntaba si le hacía un hueco en mi
apartamento aquella noche. A la mañana siguiente, en el horario laboral de
Raquel, le ayudé a hacer las maletas y salir de la que había sido su casa
durante treinta años. Yo si sudé de verdad mi camiseta esa mañana, mientras él,
como si nada hubiera pasado, comentaba la vida quería llevar hace tiempo y no
se había decidido.
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