Ella lo tenía claro desde
hace mucho tiempo. Aprovecharía la primera oportunidad de un trabajo fuera de
la ciudad para marcharse. Su deseo no era tanto profesional cuanto sentimental.
Hacía tiempo que su relación con Gustavo era más de desamor que de amor. El
tiempo largo que ya llevaban juntos le producía una sensación depresiva si le
plantaba cara al asunto directamente. Hacía, pues, meses que miraba los
anuncios laborales de diferentes provincias españolas, las más lejanas a su
ciudad. Y aún, sabiéndose ya de memoria el Milanuncios, no daba con lo que se
le apetecía hasta ayer, que encontró uno a su gusto en La Coruña.
Todo tenía que hacerlo rápido
pues llegar allá desde Almería no se hacía en un par de horas. Previsora, como
siempre, su maleta, intocable, la tenía siempre preparada para una ocasión como
esta. Solo tenía que añadir las pastillas para la garganta. Gustavo se quedó de
una pieza cuando ella se fue a despedir, una rápida conversación en la puerta
del taxi que la llevaba a la estación. Puso todo su esfuerzo para que él se lo
tomara como un mero asunto laboral, que le reclamaba desde Albacete.
Pasaron una, dos semanas y
allí quedó Gustavo gritando su ausencia en un silencio ensordecedor. En su
escondite de muchacho en la azotea de su casa ahogaba sus sentimientos en un mar de llanto que solo llevaba olas de
desesperación. Un amigo con quien compartió sus sentimientos describía aquella
situación como una tormenta en alta mar. De vez en cuando iba a la estación del
tren y cada vez que veía salir a uno gritaba, desde la esquina del fondo donde
solo se escuchaba el mismo: “loca”, “aventurera”, gritos que poco a poco le
hicieron comprender que había encallado en su indiferencia.
En las fotos que aún conserva
en su casa busca en su mirada una especie de faro que borre la niebla y la penumbra
de su orgullo. Era consciente que solo se libraría de esos sentimientos el día
que dejara de soltar una lágrima por ella.
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