- ¡No toque eso! –le recriminó
el inspector al joven policía que a punto estuvo de dejar sus huellas en el portarretrato
que estaba en la mesita de cristal, a cuyos pies había aparecido el cuerpo de
Madame Dubois.
- Perdón, no quise… -balbuceó
el agente, visiblemente nervioso.
- Ya lo sé, pero en un caso
como éste cualquier detalle es vital –insistió el inspector, ahora en un tono
más cordial-. Cierto que es toda una tentación querer volver a recrearse en las
hermosas facciones de madame, sobre todo ahora que ya nunca podremos volver a
ver esa luz azul de sus ojos.
- ¿Usted la conocía, verdad?
–dejando entrever cierto tono de envidia en su pregunta.
Un perturbador silencio se instaló en la
sala de te. Los otros dos agentes que tomaban huellas en el aparente escenario
del crimen se miraron cómplices entre sí, pero ninguno hizo ademán de abrir la
boca. Fue el propio inspector quien acabó con la incómoda situación:
- Sí, Madame Dubois y yo nos conocíamos
muy bien. Fue mi primera esposa, aunque de esto hace ya muchos años. Por eso sé
que ella siempre añadía leche a su té de media tarde; por eso mismo sé que
murió envenenada. Por eso mismo sé que ese vaso de leche, que huele a almendras
amargas, es la prueba que nos ayudará a llegar hasta su asesino: la persona que
colocó ahí el cianuro que acabó con su vida.
Este podría ser el principio de una novela clásica de crímenes y misterios. Un juego: ¿Alguien se anima a continuarla?
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