jueves, 26 de julio de 2018

Narciso


Acercándose al cuarto de los aperos, de lejos percibía como una sombra, una sombra desolada. Y el leñador, que a pesimista nadie le ganaba, fue acercándose con cierto temor. Con solo cierto temor hasta el momento, porque se permitía blasfemar.

A la orilla del camino dejó atrás tres árboles caídos que, como tres ciegos, pedían ayuda. Ni los vio ni les oyó. El sol se estaba poniendo, al tiempo que la sangre viva del ocaso teñía aquella desolada sombra. Y al ir llegando le pareció escuchar el canto del gallo, aquél que murió de viejo.

En este contexto casi pisa y se mete dentro de aquella gran tunera, prendida de una roca, retorcida de angustia y sol, como pidiendo agua por señas con aquella lengua contorsionada que no se imaginaba cómo y por donde habría conseguido sacarla. Ayer fue una esplendorosa tunera. Hoy es ya una hierba humilde que ni en sueños pudiera pensar le llamaran Narciso.



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