Acercándose al cuarto de los
aperos, de lejos percibía como una sombra, una sombra desolada. Y el leñador,
que a pesimista nadie le ganaba, fue acercándose con cierto temor. Con solo
cierto temor hasta el momento, porque se permitía blasfemar.
A la orilla del camino dejó
atrás tres árboles caídos que, como tres ciegos, pedían ayuda. Ni los vio ni
les oyó. El sol se estaba poniendo, al tiempo que la sangre viva del ocaso
teñía aquella desolada sombra. Y al ir llegando le pareció escuchar el canto del
gallo, aquél que murió de viejo.
En este contexto casi pisa y
se mete dentro de aquella gran tunera, prendida de una roca, retorcida de
angustia y sol, como pidiendo agua por señas con aquella lengua contorsionada
que no se imaginaba cómo y por donde habría conseguido sacarla. Ayer fue una
esplendorosa tunera. Hoy es ya una hierba humilde que ni en sueños pudiera
pensar le llamaran Narciso.
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