Y el duque desenvainó la
espada…, la izó por encima de su cabeza, dejando que el sol de medio día
deslumbrara los ojos de los presentes con un reflejo en su filo.
En la gran plaza la gente
contuvo la respiración, expectante, ansiosa -incluso angustiada-. De la
decisión del duque pendía el futuro del reino. Avanzó hasta el pórtico de la
catedral, espada en mano. Su rostro inexpresivo no dejaba entrever su decisión.
Reclamó junto a él la presencia de sus condes vasallos, que solemnemente se
fueron colocando a su izquierda y a su derecha.
Por fin dio un paso adelante.
Las espuelas de sus botas rechinaron sobre la vieja piedra de las escaleras. De
nuevo sostuvo la espada en sus manos -la pesada espada-; de nuevo el silencio
absoluto de los congregados…
Hincó una rodilla y tomó la
espada con las dos manos cual si de una cruz se tratara. Su voz grave y severa resonó por los cuatro
costados:
- Juro ante Dios y los aquí
presentes defender las libertades y la vida de mis súbditos ante cualquier
peligro y amenaza. Juro velar por su sustento, proteger sus cuerpos y sus almas
ahora y hasta que la última gota de mi sangre me lo permita.
Un vítore unánime y sincero
se escuchó retumbar en cada calle de la noble ciudad amurallada. No sería esta
vez el rey quien se saliera con la suya, imponiendo los impuestos abusivos que
tenía previsto. Ni podría reclutar a su antojo nuevas glebas con las que
reclutar jóvenes que nutrieran sus mesnadas para alguna guerra lejana “a mayor
gloria del rey”.
Esta vez el duque había
entendido las necesidades de su pueblo y estaba dispuesto a enfrentarse al rey
defendiendo los fueros de su gente.
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