“En el sitio donde hemos
quedado lo más difícil es perderte. No te encontrarás calle con tanto colorido
y alegre como la C/ Juan Guillermo Manrique. No tendrás que preguntar ni nombre
ni número. Te sugiero que al entrar en la calle te pares un rato, e intenta
llenar tu visión de la vitalidad que encierra. Es el color de la vida. Céntrate
y te darás cuenta que el colorido te recuerda que estamos en verano. Y nada más
te sugerirá estación alguna”.
Así le dije a unos a un grupo
de amigos que habíamos quedado en vernos la tarde del último viernes del mes.
Era una de esas calles de antes en el sector antiguo de la ciudad. El color
madera de los balcones y puertas y ventanas negras. Con la misma iluminación
que ahora, sí. Pero con una diferencia, y es que antes parecía como si el sol
se escondiera y no quisiera alumbrar a los que por allí pasaren.
Todo cambió cuando llegaron
los nuevos propietarios del bar de la esquina. Antonio y Greci comenzaron por
volver a poner el piso con que nació aquel lugar desenterrando las viejas losetas
que habían ido a parar al solar de la parte trasera. Ellos entienden bien del
tema pues allí pasaron su infancia y recuerdan, entre otras cosas, los carros
tirados por burros y el olor a paja que dejaban caer a su paso. Y eso animó al
resto de los vecinos y pequeños comercios a blanquear las paredes y cuidar las
plantas. Por las noches da gusto pasear por allí pues junto al croar de las
ranas de la vieja plaza por allí cercana se unen las miles y miles de estrellas
que alumbran la zona antigua de la ciudad, donde cientos y cientos de turistas
aprovechan para dejar sin una gota las botellas de ron con miel que no habían
deleitado aún. Y ello es solo una pequeña parte descriptiva de la calle Juan
Guillermo Manrique. Eso sí, seguiré insistiendo como paseante habitual de ella
para que el Ayuntamiento le cambie el nombre por el de Calle de la vida. Cuento
para ello con la firma de todos los que puedan leer este post.
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