Lo recuerdo alto, enhiesto,
mirando siempre hacia el horizonte. Tal así que la misma noche de bodas mi
abuelo ya tenía el bolso preparado para embarcar a Cuba con mi abuela. En
Valleseco solo había gofio y cebollas. Y en Cuba encontraron la posibilidad de
una venta de donde volvieron a Canarias con los ahorros hechos. Más callado que
mi abuela y con cara fruncida cuando esta hablaba mucho.
Pipiolillo todavía, de
pequeño pasaba meses y años en casa de mis abuelos. De hecho, dos cursos
enteros fui a escuelas del pueblo -a la de Dorilita y a la de María Jesús en la
Cruz de Zamora-. Una casa en el campo, con tierras que cultivar, animales que
cuidar, cochinos que se cebaban para el día de su matanza, etc.
Desde pequeño lo conocí
enfermo. Una enfermedad para la que no hay medicinas, decía mi abuela. Parkinson
le llamamos hoy. Sus manos temblaban con frecuencia. Supo llevar el tratamiento
físico adecuado para combatir este mal: caminar. Y cuando bajaba al Puerto con
mi abuela y pasaba unas semanas en nuestra casa (mi madre era su única hija)
toda la mañana se la pasaba caminando. Muchas veces le acompañé viendo cargar y
descargar los barcos por el muelle Santa Catalina. Cuando estaba junto al mar
siempre me contaba anécdotas de su viaje en una barcaza a Cuba, de la cantidad
de pescados grandes que vio y de cómo espantaba a los tiburones con un mero
silbido suyo.
Hoy lo más que recuerdo de él
es el día de su muerte, la noche entera transcurrió entrando y saliendo gente del pueblo de su
alcoba, donde de lejos vi estaba acostado, pero no en su cama sino en una caja.
Y yo acurrucado en un rincón del cuarto pequeño de la casa donde estaba mi
madre con seis días del parto de mi hermana. Al día siguiente vi cómo, de
repente, la gente se ponía de pie en silencio y salían de la casa como en una
procesión. Logré escaparme del cuarto y subí a la muralla que bordea la casa.
Desde allí vi cómo se lo llevaban acostado en una caja de color negro. Recuerdo
mi pregunta/grito “¿A dónde se lo llevan? ¿Por qué no lo dejan descansar?
Preguntas que en aquel momento nadie me respondió. Es una imagen que tengo
grabada en mi mente. Cuando la caravana de gente que acompañaba a mi abuelo
había desaparecido, bajé de la muralla y entré en casa. Mi abuela y mi madre se
habían quedado allí. Al entrar las vi a las dos abrazadas llorando. Más pronto
que un ave volando me abracé a ellas en silencio. Un silencio que fue
interrumpido por la pregunta que yo hacía: “¿A dónde se lo llevan?
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