Vivía en una casa de campo con la puerta de la casa
siempre abierta de par en par. Si de algo no se quejaba era de tener hambre de
una palabra amable. Cada día, cuando pasaban las nueve de la mañana, y no había
visto al vecino, ya estaba éste asomándose al patio y, escuchado como le
llamaba por su nombre, abría las puertas de la casa y ponían en común sus
enredos para el día.
No había que luchar contra el frío, contra el miedo o
cosas similares. Lo que hacen los vecinos siempre es de común acuerdo. Y de los
conflictos no hay tiempo que mida su duración. Casi al momento de estallar se
reúnen uno por cada una de las treinta familias del pueblo y toman una
solución, con la que nadie sale enfadado. Sus padres les enseñaron esa dinámica
y ellos no solo la ejecutan sino que intentan traspasarla a sus hijos pequeños.
Este curso seis de ellos, al pasar a la Secundaria, como
son pocos en el pueblo, se agregan a la escuela del pueblo vecino con más
habitantes. Tranquilos y contentos los vemos por la mañana en el trayecto. Y a
la vuelta es raro que no haya algún que otro enfrentamiento verbal que en
ocasiones roza la violencia.
La educación recibida en el pueblo vecino, con costumbres no solo
diferentes, sino contrarias al sentir común de su pueblecito comenzó a quebrar
fidelidades a principios recibidos. Todo parecía una apuesta por quedar mejor
que el otro. El único horizonte era ya el dinero, y la ambición comenzó a ser
la senda y camino para llegar a la meta.
“Prefiero las chicas pobres, sencillas, a los dragones vestidos de seda
que parecen una cosa y son otras diferentes”, dijo un padre en una de sus
asambleas. “Pues a mí me está ahogando el corsé de la decencia”, respondía
otro.” “A mí, decía otro, me indignan ambas cosas, pero paso de lo que digan y
que cada uno haga de su capa un sayo”. Rodrigo, conocido en el pueblo por su
sabiduría popular, les dijo: “Ya saben cómo pienso. Siempre he estado al lado
de los justos antes que de los criminales, más cerca de los que se mantienen
leales a sus principios honestos que a los que cambian día a día según sus
conveniencias, no soy humilde pero tampoco orgulloso, y hay que darse cuenta por qué estamos tan
perdidos del camino que hemos llevado. Hemos sido nosotros los educadores de nuestros hijos, y ahora, con
los brazos cruzados, permitimos que otros, con costumbres filibusteras, sean
los que le enseñen cosas distintas. Y, para colmo, hemos sido tan originales
que nos dejamos llevar por los raíles que los niños nos traen del colegio del
pueblo de al lado.”
Algunos más fueron conscientes al momento de lo que había dicho Rodrigo.
Y comenzaron a escucharse cosas como estas: “siempre he estado lejos de los
individualistas que se agarran mutuamente no para que el otro no se caiga sino
para mantenerse él”; “seré un propietario sí, pero la propiedad no tiene por
qué ser un peso sino que la hemos de utilizar como alas que nos hagan crecer a
todos por igual”, “que mañana nadie pueda decir leyendo en nuestra historia que
nos dejamos envenenar”.
Aquel día fue el primero de un nuevo paso en la historia de aquel pueblo.
De indiferentes ante los vecinos de al lado comenzaron a traspasarles su estilo
y manera de hacer las cosas. Continuando con lo que siempre habían hecho, comenzaron en simultáneo a
continuarla en el pueblo de al lado. Pronto estuvieron tanto en las asambleas
de padres de alumnos como representándolos a todos en la junta directiva del
centro. Enseguida se les vio militando en el partido comunitario del pueblo que
de ser el más pequeño en número y acciones pasó a igualar al mayoritario
restándoles fuerza y eficacia. Y no faltó quienes se hicieron presentes en
movimientos sociales y comunitarios tanto adultos como jóvenes, mientras éstos
y los más pequeños participaban en los equipos deportivos del gran pueblo.
Y así huyendo de una amenaza no contestaron con otra de similar estilo y
los envenenadores de ilusiones empezaron a saborear las mieles de la afabilidad
y convivencia
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