Tenía
cierto miedo, sinceramente. Habíamos sido compañeros de facultad -infinidad de
noches compartiendo confidencias-, pero muchos años de separación, de no saber
prácticamente uno del otro, solamente que él se había casado y que no le habían
ido mal las cosas.
Ahora,
después de tanto tiempo, otro viejo amigo de ambos nos había vuelto a poner en
contacto. Confieso que se me juntaron dos sensaciones -ambas sinceras-. Por un
lado, la ilusión del reencuentro; por otro el miedo a encontrarme con un
desconocido con el que, quizás, ya no tenía nada que compartir. Si acaso viejas
anécdotas o las inevitables preguntas sobre los conocidos de ambos, la mayoría
desperdigados y perdidos por las cuatro direcciones. Pero, después… ¿de qué
hablar? ¿Cómo evitar esa sensación incómoda de algún silencio más prolongado de
la cuenta?
Hoy
estoy satisfecho -casi diría que orgulloso de ambos-. A parte de reírnos, de
buena fe, de los cambios físicos de cada uno –“camino de la decrepitud”
acabamos acordando los dos-, me pareció que el tiempo no había pasado, que no
habían transcurrido las tres décadas largas desde la última vez que nos vimos.
Es lo
bueno que tienen las amistades sinceras: que los verdaderos amigos se vuelven
transparente. Ahora sé que, si pasan meses, años o décadas sin volver a
reencontrarnos, no pasa nada. Bastarán unos segundos para retomar nuestra
amistad en el mismo momento en que la dejamos hace unos días.
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