domingo, 18 de febrero de 2018

Amigos


Tenía cierto miedo, sinceramente. Habíamos sido compañeros de facultad -infinidad de noches compartiendo confidencias-, pero muchos años de separación, de no saber prácticamente uno del otro, solamente que él se había casado y que no le habían ido mal las cosas.

Ahora, después de tanto tiempo, otro viejo amigo de ambos nos había vuelto a poner en contacto. Confieso que se me juntaron dos sensaciones -ambas sinceras-. Por un lado, la ilusión del reencuentro; por otro el miedo a encontrarme con un desconocido con el que, quizás, ya no tenía nada que compartir. Si acaso viejas anécdotas o las inevitables preguntas sobre los conocidos de ambos, la mayoría desperdigados y perdidos por las cuatro direcciones. Pero, después… ¿de qué hablar? ¿Cómo evitar esa sensación incómoda de algún silencio más prolongado de la cuenta?

Hoy estoy satisfecho -casi diría que orgulloso de ambos-. A parte de reírnos, de buena fe, de los cambios físicos de cada uno –“camino de la decrepitud” acabamos acordando los dos-, me pareció que el tiempo no había pasado, que no habían transcurrido las tres décadas largas desde la última vez que nos vimos.

Es lo bueno que tienen las amistades sinceras: que los verdaderos amigos se vuelven transparente. Ahora sé que, si pasan meses, años o décadas sin volver a reencontrarnos, no pasa nada. Bastarán unos segundos para retomar nuestra amistad en el mismo momento en que la dejamos hace unos días.



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