No sé por qué me paré en aquella
esquina ni por qué me quedé observando a una mujer, hoja verde en la mano, que
intentaba parar a los viandantes. La mayoría ni la miraba. En eso, una chica
morena, como de unos 25 años, se detuvo. En silencio me acerqué a escuchar la
escena. Y lo logré. “Te tiembla mucho el corazón. En todo momento estás viendo
como tus niños te miran desde un lugar lejano. A ti también se te van a caer
los ojos para ver cómo llegar allí. Y así la vida se te hace un laberinto”. La
muchacha lloraba y susurraba “me desentendí de ellos. Se los dejé al padre.
Renuncié a mis derechos, y ahora, tarde ya, me arrepiento de ello”. Poniendo la
hoja verde entre los dedos de la muchacha, escuché como la adivina le decía:
“la ilusión, los besos, el corazón se te han desvanecido. Te queda el desierto.
Tendrás que buscar agua que permita crecer una planta verde. Solo tú puedes
regar ese desierto. Y hazlo pronto. Pronto sí, para que ningún puñal atraviese
tu corazón”. Las lágrimas de la muchacha podían haber sido el primer riego
aconsejado. La señora se había ido hacia otro extremo de la calle. No hubo
dinero por medio.
Y yo, que no creo en estas cosas,
me quedé mirando mis manos y pensando que sitio de la misma necesitaba un
riego.
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