Se lo
prometió a sí mismo durante aquellos tiempos duros, demasiados duros como para
quererlos recordar. Cuando recobró la libertad, antes incluso que volver a
casa, con su familia, sus pasos le llevaron al puerto, a ver el mar, del que
llevaba diez años largos ausente contra su voluntad.
Casi
nadie recuerda ya a estas alturas que le fueron a buscar una noche, y le
sacaron a empujones de la cama. Un juicio rápido -mera apariencia de justicia-
y una larga sentencia, acusado de ayudar a escapar a unos prófugos huidos de
algún lugar de Centroeuropa desde la península, que buscaban escapar de las
garras de la Gestapo. Algún chivatazo informó a aquella policía gris de Franco que
fue él quien les coló en un viejo carguero, camino de Venezuela. Él, que nunca
se había metido en política, pero al que se le partió el alma cuando supo de la
angustia y desesperación de aquella pareja judía, que lo había perdido todo en
su tierra de origen y para quienes su única esperanza era cruzar un océano y
poner agua de por medio con aquellas gentes de uniforme negro y bota militar.
Al menos, le quedó el consuelo de saber, años después -acabada ya aquella
guerra-, durante una visita de su mujer, que aquella pareja había podido
ponerse en contacto con su familia para hacerle saber que estaban a salvo y
eternamente agradecidos, pero ignorantes de que, a falta de pájaros en mano,
fue sobre él sobre sobre quien cayó la venganza y la rabiosa frustración de sus
perseguidores.
En esa
estrecha celda, de paredes húmedas, en la que solo había un jergón de sábanas
sucias y raídas, con esos techos altos que parecían acrecentar la pequeñez de cualquier
reo, con una claraboya inalcanzable, arrancado de su mundo, se prometió que
algún día volvería a su mar; volvería a sentir sobre su piel la sal y llenar
sus pulmones con el aire cargado de salitre que tanto añoraba.
Le
pusieron en libertad una mañana de verano, sin avisar, con la misma
displicencia con la que le habían dejado allí tiempo atrás. Una carta escueta,
escrita en tinta morada, en la que se le comunicaba oficialmente la reducción
de su condena y un número de expediente. Nada más. Y se vio de pronto, con lo
puesto, en la puerta del penal, a plena luz y sin mayor explicación.
Y cumplió su promesa: volver al mar, regresar
a su amado puerto, a ver entrar y salir los barcos, a escuchar sus sirenas, que
tanto había añorado. Desde entonces, a diario, regresa a allí. Y cada vez que
se sienta en el viejo y destartalado banco recobra esa sensación de libertad de
aquel día de verano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario