Era nuevo en el
equipo directivo de la empresa. Su espíritu de lucha y su constancia en pisar
fuerte hasta lograr los objetivos de la empresa lo catapultaron a dicho puesto.
Una de sus tareas el primer día que se sentó en la nueva mesa de dirección
adjunta fue firmar una carta de despido a un trabajador. Prácticamente la leyó
después de firmarla. Sus ojos quedaron fijos en la secretaria que le había
pasado el folio a firmar y sintió que un espeso sudor le brotaba desde dentro.
Sacó una toallita húmeda de su mesa de escritorio y tras pasarla por su frente
se limpió las manos y entre los dedos con firmeza. Pronto se dio cuenta que
estaba haciendo lo mismo que Pilatos. Sintiéndose libre de culpa se lavaba las
manos como él.
Y cuando la
secre estaba ya abriendo la puerta para salir la llamó con voz fuerte
diciéndole: Pues no, este obrero no ha acabado sus horas de trabajo. Estudiaré
su caso personalmente y veré qué podemos hacer para que su familia no comience
una etapa de tribulación. La secretaria, sonriente, con el folio extendido,
pero sin soltarlo aún de sus manos, le respondió: Recuerde que usted no es su
compañero de trabajo sino su jefe. El silencio reinó en el despacho, y después
de un prudente espacio temporal volvió a marcharse, cerrando suavemente la puerta
y sin haber soltado el folio de su mano. Él se acercó a la ventana, un octavo
piso en una calle principal y mirando desde arriba el panorama urbano se
preguntaba cómo podía mantenerse equidistante de los problemas de los
trabajadores sin exaltarse ante los éxitos ni hundirse en las desventuras.
Y era solo su
primer día como jefe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario