A los 50 metros
de salir de la casa de sus abuelos tenía que girar a la derecha justo donde una
gran acequia se había convertido en lavadero comunitario del barrio. Levantando
la bolsa que llevaba colgada y que guardaba libreta, lápices y algún otro libro
al que siempre le faltaba la portada, cruzaba un pequeño barranquillo y estaba
en la escuela de Dorilita. Era su escuela por temporadas, cuando iba a vivir
con sus abuelos, porque sus padres tenían mucho trabajo en la tienda de
comestibles de la calle Tomás A. Edison. Recuerda siempre aquel primer día que
lo recibió la maestra y al verla le preguntó: “Pero si usted es ciega ¿cómo me
va a enseñar a leer?”. “No soy ciega, soy albina”. Y preguntón más que
preguntón, seguía ¿qué es una albina? La respuesta de Dorilita le dejo
convencido: “Una albina es una mujer pintada de blanco”.
Cuatro niños más
había alrededor de ella, sentada sobre una caja de tomates, invitándole a hacer
lo propio. Aquel muchacho, con su viva naturalidad, se sentó, sí, pero sobre
una tonga de libros cuyo asiento le resultaba más cómodo. No había llegado a
rozar sus posaderas sobre ellos cuando la maestra con voz fuerte y convencida
le explicó que los libros no son para sentarse sobre ellos y dejarlos medio
hundidos y arrugados, más cerca del suelo aún. Los libros son para levantarnos
a nosotros y empujarnos a volar a fin de que podamos vivir, sentir y disfrutar
de la vida. Los libros no están destinados a ser como el viejo sofá de casa
lleno de hoyos y arrugas. Al contrario, son el ventanal de horizontes nuevos
que te harán saltar de piedra en piedra, de barranco en barranco.
Ya sabía leer y
aquel día aprendió a coger un libro en sus manos y devorar páginas ilustradas.
Y es que, como dice Rosi Robayna: “Los libros –¡qué cosas!-, siempre estarán
ahí como las personas impactantes en tu vida, da igual que los quemen, los
destruyan, los censuren, si lo encontraste al fin o si no sabes ni dónde lo
pusiste o a quien lo prestaste… siempre irán contigo y los recordarás con una
sonrisa, con una mueca, con un por favor,
no me digas más”.
Hoy, cuando paseo
por la avenida marítima de mi gran ciudad y veo los blancos y abiertos
ventanales de su biblioteca, me pregunto: “¿ Se verá desde ahí el horizonte más
cercano que desde el barranquillo de la escuela de Dorilita?. y me llega el eco
de la respuesta flotando en las olas cercanas: No es el lugar ni la materia lo
que te abre al horizonte. Son los libros, donde quiera que estén, los que te
hacen caminar por el mapa que te hacen cercano los horizontes.
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